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RIQUEZAS DE LA TIERRA
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S i
algún tema ha despertado el interés de los buscadores de tesoros de todas
las épocas es el de los legendarios «tesoros perdidos»: ciudades olvidadas
que albergaban las riquezas de tribus ancestrales, minas abandonadas
rebosantes de oro, plata o piedras preciosas y botines ocultos que nadie ha
reclamado. Por lo general, todas estas historias se rigen por el mismo
patrón. Siempre aparece un explorador perdido o un solo superviviente que
está convencido del valor de un hallazgo y que, por alguna extraña razón, no
puede volver sobre sus pasos para recuperarlo. Muchas veces estas historias
van unidas a lugares fascinantes, y la realidad, de difícil comprobación, se
mezcla con la leyenda y las verdades a medias para conferirles credibilidad.
Paradójicamente, el hecho mismo de que nunca se hayan encontrado esos
tesoros perdidos, en lugar de desalentar a los buscadores de tesoros,
representa un acicate más para ellos.
La atracción de El Dorado
Históricamente, la búsqueda más exhaustiva y menos afortunada fue la que
realizaron los españoles atraídos por la promesa de El Dorado. Cuando los
conquistadores llegaron al nuevo mundo en el siglo XVI, llevaban una cruz en
una mano y una espada en la otra. Se toparon con culturas nativas
extraordinarias, totalmente ajenas a la experiencia europea, pero esto no
les interesó lo más mínimo.
En el transcurso de apenas medio siglo destruyeron tres culturas antiguas:
la de los aztecas, la de los mayas y la de los incas. Los nativos que
lograron escapar a la espada perecieron a consecuencia de las enfermedades
europeas. Los españoles persiguieron y erradicaron antiguas religiones y
destruyeron costumbres culturales. Lo único que querían era riquezas, y se
las llevaron en cantid ingentes, tantas que les costó traba que la fuente se
había secado tras lc primeros saqueos, aunque el oro que tuvieron que
entregarles los incas para el rescate de Atahualpa no debió dej mucho en las
arcas de este pueblo. L españoles estaban convencidos de q quedaba mucho más
por encontrar , los indios se lo ocultaban. Cuando l hallaron y se
apropiaron de nuevos empezaron a prestar oídos a los mr que corrían sobre un
pueblo de riq fabulosas que vivía muy lejos de e114 empezó la búsqueda de El
Dorado, espejismo producto de unas mentes por el oro. Enviaron una
expediciór otra y muchos hombres perdieron 1 en el intento, pues El Dorado
no el que una leyenda.
Pero con el paso del tiempo, la it del oro inca, o del azteca, se mezcl la
del oro español perdido, hasta q el continente americano al sur de A y Texas
se convirtió en posible fue tesoros perdidos pertenecientes a u otros.
Resulta interesante que en ir relatos sobre tesoros perdidos del s de los
Estados Unidos aparezcan muertos mucho tiempo atrás. Han s fascinando
durante el siglo xix e ir en nuestros días. De vez en cuandc hallazgo de
restos arqueológicos o espectaculares les confiere credibili Las fantásticas
historias sobre ciudades sepultadas en las selvas de América Central
llevaron a Stephens y Catherwood hasta los templos de los mayas hacia 1840 y
a Thompson al pozo ceremonial de Chichén Itzá y sus riquezas incalculables.
Las expediciones del coronel Fawcett Si se volvió a descubrir la
civilización maya al cabo de trescientos años, ¿no sería posible que
hubieran existido otras, perdidas en las impenetrables selvas del Brasil,
por ejemplo? Un explorador británico, el coronel Percy Fawcett, así lo
creía. Había oído hablar de las <(minas perdidas de Muribeca», una historia
sobre riquezas fabulosas en las montañas situadas a cientos de kilómetros de
la costa del Brasil, que fueron explotadas por un mestizo portugués en el
siglo XVII. En 1753, una nutrida expedición portuguesa partió en busca de
las minas. El viaje duró diez años, y al regresar relataron detalladamente
sus aventuras. Según dijeron, habían descubierto las minas cerca de una
cascada, en unas montañas blancas como el cristal, no lejos de una ciudad
antigua, misteriosa y abandonada. Desde entonces son muchos los que han
intentado dar con las minas y algunos aseguran haberlo logrado. En 1921,
Fawcett partió en su busca él solo, y tras deambular por la selva durante
tres meses, al parecer encontró la ciudad perdida. Realizó otra expedición
en 1925, pero no se le volvió a ver. Hoy en día sigue sin haber apenas mapas
de algunas zonas de la región que recorrió en sus expediciones, y cabe la
posibilidad de que algún día se encuentre algo. Si así ocurriera, no serían
las legendarias riquezas del Muribeca lo que causaría sensación, sino las
pruebas de la existencia de una civilización desconocida en una región en
que, según aseguran los arqueólogos desde hace tiempo, no la hubo.
La motivación de la búsqueda: este valiosísimo pendiente de Ecuador es un
ejemplo de las riquezas que los conquistadores españoles arrebataron a los
indios de América del Sur. La esperanza de encontrar tesoros perdidos animó
a muchos aventureros hasta bien entrado el siglo XX.
El coronel Percy Harrison Fawcett, explorador británico, fotografiado en
Pelechuco en 1911. Fue uno de los muchos aventureros atraídos por las
leyendas sobre tesoros ocultos en las profundidades de las selvas de América
del Sur. Fawcett aseguraba que había visto las minas perdidas de Muribeca,
pero no pudo demostrarlo, pues desapareció en el transcurso de una
expedición que realizó al Brasil en 1925.
Tesoros ocultos de África y América
Quizá fuera inevitable que durante el siglo xix, la gran época de los
descubrimientos, a muchas personas les moviera el deseo de encontrar tribus,
ciudades y tesoros legendarios. En el transcurso de la gran carrera en que
los europeos compitieron por la exploración y colonización de Africa, muchas
personas creyeron en historias que resultaron ser simples leyendas. Al sur
del Sahara, el continente africano decepcionó a quienes se empeñaron en
encontrar tesoros perdidos. Cuando Cecil Rhodes conquistó Rhodesia, hacia el
año 1800, su intención era repetir el gran éxito que había representado el
descubrimiento de diamantes y oro en Kimberley y Johannesburgo. Estaba
convencido de que los círculos de piedra de las ruinas de Zimbabue y las
minas de oro contiguas eran la Of ir bíblica, pero lo único que le ofreció
Rhodesia fueron costosas guerras con los nativos, los matabele (ndebele) y
los mashona, y muchas decepciones. Las ruinas del Gran Zimbabue le dieron
pocas riquezas, y mientras intentaba hallar el inexistente pueblo de la
antigüedad que había construido los círculos de piedra, los exploradores
destruían la mayor parte de las huellas que habían dejado los africanos, sus
verdaderos autores.Sin embargo, las minas legendarias siguen ejerciendo su
fascinación. La historia más famosa es la del Holandés Perdido, que sigue
atrayendo a los buscadores de tesoros optimistas a la zona denominada Weaver’s
Needie, en las montañas de la Superstición, en las cercanías de Phoenix,
Arizona. Se trata de una más de las múltiples leyendas sobre yacimientos
abandonados o tesoros ocultos. Con sus impresionantes relatos, que parecen
extraídos de una película del oeste, y una geografía tan inhóspita que
resulta fácil creer que pueda haber algo oculto en el fondo de un cañón o
bajo una roca, a cualquiera que tenga el gusanillo de la búsqueda de tesoros
le costará trabajo resistirse a su llamada.
Una cosa es cierta: siguen circulando más que suficientes rumores sobre
tesoros ocultos para mantener entretenidos durante muchos años a los
buscadores potenciales. Es probable que muchos de estos rumores sean simples
leyendas y que se sigan buscando esas riquezas imposibles sencillamente
porque no hay nada que encontrar, pero algunos de ellos encierran suficiente
verdad para pensar que, con la ayuda de la tecnología moderna, algún
aventurero tenaz y afortunado pueda toparse con unos hallazgos
extraordinarios el día menos pensado.
Los conquistadores españoles saquearon implacablemente un país tras otro.
Esta pirámide de Teotihuacan, en México, es un
recuerdo dramático de un mundo perdido que fue sacrificado a la sed de oro.
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