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En el mar de Barents, situado al norte
de Noruega y en el interior del círculo polar ártico, se dan las peores
condiciones para la navegación de todo el globo:
temperaturas que pueden descender hasta unos treinta grados bajo cero y
vientos huracanados que azotan las aguas frenéticamente cubriéndolas con
gruesas capas de hielo y nieve. En tiempos de paz no es lugar apropiado para
personas poco valientes, y durante la segunda guerra mundial, cuando a los
peligros naturales se sumaron las amenazas de submarinos, buques de
superficie y aviones enemigos, se convirtió en un infierno helado sobre la
tierra.
Desde 1941, cuando la Alemania de Hitler invadió la Unión Soviética, el mar
de Barents pasó a ser escenario bélico. Los rusos, cercados, necesitaban
desesperadamente que sus nuevos aliados, Estados Unidos y Gran Bretaña, les
enviaran armas, aviones, carros de combate y demás material. La principal
ruta de aprovisionamiento pasaba por el mar de Barents y llegaba hasta el
puerto septentrional ruso de Murmansk, libre de hielo, y por ella navegaban
convoyes enteros que servían de apoyo a la resistencia de los soviéticos.
Sólo en 1942 se enviaron un millón setecientas mil toneladas a dicho puerto;
unas doscientas setenta y cinco mil se perdieron en el camino, junto a
docenas de buques y cientos de hombres.
El desafortunado convoy QP11 Los rusos pagaron el armamento nada menos que
con lingotes de oro. El 25 de abril de 1942, el crucero británico Edinburgh
cargó cuatrocientos sesenta y cinco lingotes, embalados de cinco en cinco en
cajones de * -—
madera de mala calidad, que constituían una
parte del reembolso destinado a los Estados Unidos. Los cajones se
almacenaron como si se tratara de provisiones del barco en el depósito de
bombas. Con su valioso cargamento —unos sesenta y dos millones de dólares
según los precios actuales— el
buque zarpó de la ensenada de Kola y se adentró en alta mar con rumbo norte,
como si fuera otro barco de escolta del convoy QPI1 que volvía de Murmansk.
El Edinburgh navegaba unos veinticinco kilómetros por delante del convoy
cuando lo atacó un submarino alemán, disparando tres torpedos que lo
destruyeron parcialmente, pero se mantuvo a flote. El barco intentó regresar
con el resto del QPI1, con la protección de dos buques de guerra británicos,
pero los alemanes aún no habían acabado, y además de los submarinos entraron
en acción tres destructores. Al final de la batalla, que duró tres días,
volvieron a torpedear al Edinburgh, a primeras horas de la mañana del 2 de
mayo. No se hundió, pero sufrió graves desperfectos y murieron cincuenta y
siete de sus setecientos tripulantes.
Los buques de escolta recogieron a los supervivientes para regresar a
Murmansk. El contralmirante Stuart Bonham-Carter, al mando del convoy, tomó
la decisión de destruir al valeroso Edinburgh para que ni el buque ni su
cargamento cayeran en manos del enemigo. A las seis y media de la tarde, el
destructor Foresight disparó un torpedo contra su casco. El Edinburgh se
volvió de costado y se deslizó bajo las aguas heladas, hacia una tumba
aparentemente inaccesible a más de doscientos cincuenta metros por debajo de
la superficie.
El valeroso crucero Edinburgh soportó
tres días de ataques enemigos y varios impactos de torpedo en las heladas
aguas del mar de Barents, en 1942, pero se mantuvo a flote. Finalmente fue
hundido por los propios británicos para evitar que su cargamento de lingotes
de oro cayera en manos de los alemanes. En 1981 se recuperaron todos menos
34.
Rescate tempestuoso
Allí descansó durante casi cuarenta años, sin que nadie lo molestara pero,
debido a la atracción que ejercía el cargamento de oro y a los avances de la
tecnología, no estaba destinado a la paz eterna. Keith Jessop, buzo de
Yorkshire con gran experiencia en rescates y prospecciones petrolíferas en
el mar del Norte, se obsesionó con el Edinburgh. Tras varios años de
investigaciones y una tentativa fallida de descubrir la situación del buque
hundido, llegó a un acuerdo con los contratistas de buzos Wharton-Williams,
de Aberdeen, para que lo ayudaran a encontrar el oro.
El asunto no se presentaba nada fácil. El Edinburgh había sido declarado
cementerio de guerra británico y el acceso a él estaba restringido. A otras
compañías dedicadas al rescate de buques naufragados también les interesaba
obtener permiso para investigar los restos del Edinburgh, y la Unión
Soviética, que también tenía ciertos derechos sobre el oro, desconfiaba de
Jessop. Finalmente se solucionaron las dificultades, se firmaron los
contratos pertinentes y, gracias a un sistema de sónar y vídeo submarino, se
localizó la situación exacta del Edinburgh. En el otoño de 1981 todo estaba
preparado para iniciar la búsqueda del oro. Para las tareas de rescate,
Wharton Williams, empresa responsable del aspecto técníco de la operación,
contrató un barco especializado, el Stephaniturm Desde esta base flotante
descendieron doce buzos hasta el lugar en que se encontraba el buque,
trabajando por parejas y con la ayuda de una campana de inmersión La
operación empezó el 7 de octubre y, a pesar de las aguas frías, hallaron
cuatrocientos treinta y uno de los cuatrocientos sesenta y cinco lingotes.
La operación de rescate del Edinburgh es probablemente la que se ha
realizado a mayor profundidad hasta el momento y una de las más importantes,
pues el valor del oro asciende a cincuenta y seis millones de dólares,
veinte millones de los cuales fueron a parar a la Unión Soviética y unos
once al gobierno británico. De los veinticinco restantes, el 95 por 100
correspondió a Wharton-Williams y sólo el 10 por 100 a Keith Jessop. Ño se
recuperaron otros treinta y cuatro lingotes a causa del mal tiempo reinante
y de que su valor en el mercado, unos ocho millones de dólares, quizá no
fuera suficiente para justificar los cuantiosos costes que entrañaba una
operación de estas características.
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