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MITOS DE ETOLIA
LOS MITOS DE ETOLIA
Es sabido que Zeus tuvo otro de sus apasionados romances con una Ninfa de la que hasta ahora no parece que se haya hablado mucho, la muy dulce y admirable Cálice. De esa fugaz y -se supone- satisfactoria unión nació el bello Endimión, un ser legendario que se convertiría en rey de Elide por la fuerza de las armas. El poderoso héroe que se hizo con el territorio, tras vencer al anterior monarca, a Climeno, se instaló en su nuevo reino y vivió allí, felizmente casado con Cromia, fue padre de cuatro hijos, tres varones y una chica: Paeón, Epeos, Etolo (que es quien nos interesa más de todos ellos) y Eurídice. Pero, aparte de su familia oficial, y sin que nada tuviera que ver su voluntad con ello, Endimión tuvo nada menos que cincuenta hijas con Selene, una diosa que no pudo resistir el inmenso atractivo del hijo del que Zeus estuvo tan preocupado en crear con esmero, y lo adormeció para ella, para que siempre permaneciera tan joven y hermoso como cuando ella lo descubrió por vez primera, a la luz de su personalidad lunar, durmiendo solo en una cueva del monte Latmos. Con su desaparición del mundo de los vivos, el trono quedó vacío y los cuatro hijos pugnaron por ocupar el codiciado puesto, ya que nada había escrito sobre la sucesión del rey de Elide. Al final, y tras una carrera que sirvió de arbitraje, Epeo se quedó con la corona y los otros tres buscaron fortuna en otras lides. Para Etolo, que se había dedicado, al parecer, a las carreras como afición atlética, la suerte fue compleja, ya que tuvo que ser un accidente, arrollar a los espectadores de una competición, lo que motivase que Etolo, que entre la multitud de personas que había al borde de su camino, había tenido la fortuna, o infortuna, de atropellar y llevar a la tumba a la hija de Foroneo, Apis, en esa carrera de carros que se celebraba dentro de los actos fúnebres por Azán, en la extraña prueba que el destino exigía para ponerle a la cabeza de otro reino. Y fue así, ya que el involuntario culpable fue expulsado del país y enviado al norte del golfo de Corinto, a las tierras que eran de un rey poco conocido, al que decían llamar Doro. Pues bien, Etolo, por la razón que fuera, razón que a nosotros nos es totalmente desconocida, se enfrentó con ese rey Doro y los suyos y se hizo con el poder en la tierra ajena, en su lugar de destierro, dándola su nombre, para que ya quedase afirmada su posesión. Su reino se llamó desde ese momento, y para el resto de los días de los humanos, Etolia.
ENEO Y ALTEA
Eneo fue otro famoso rey del territorio de Etolia, concretamente de la ciudad de Calidonia. Fue un soberano legendario, sobre todo porque de él se cuenta que introdujo, por mediación de Dionisos, la vid y el vino en Grecia, que es tanto como decir en el mundo; este regalo de Dionisos también puede estar relacionado con lo que se dice que hubo entre el dios y la esposa de Eneo, pero fue un hombre que no tuvo mucha suerte con su vida, ya que estuvo no muy felizmente casado con Altea, si nos atenemos a lo que se nos cuenta sobre las complejas relaciones de los cónyuges entre sí, a la aventura de Altea con Dionisos, y a las menos explicables reacciones de uno u otro de ellos con respecto a sus tres hijos. Ambos vivían, naturalmente, en su ciudad de Calidonia y eran un matrimonio situado en otro tiempo distinto al de Etolo. De este matrimonio nacieron tres hijos, todos con esa rara mezcla de desgracias y dones que da la miología de un modo tan singular. Veamos: el primero, Toxeo, no vivió mucho, ya que Eneo decidió matarlo personalmente, sin vacilar ni un segundo, para escarmentarlo por su falta de delicadeza con la tradición de la ciudad y con sus intereses militares, puesto que Toxeo se había puesto a juguetear sobre las amuralladas defensas de la ciudad y, lo que el padre no pudo soportar, terminó por dar un salto sobre el foso que la rodeaba, lo que debió ser interpretado como un desprecio a las escasas posibilidades estratégicas de la fortificación y una mala forma de animar a los enemigos del reino al ataque. El segundo, Meleagro, fue un guerrero que alcanzó la inmoralidad, pero tuvo un fin trágico, en el que su madre tuvo bastante que ver, ya que ella misma se encargó de maldecirlo y hacer que sus días terminasen en los infiernos. La muy bella Deyanira también fue una famosa hija del matrimonio, al menos nominalmente, puesto que se afirmaba que más bien era el fruto de la unión de Altea con Dionisos, aunque Eneo no la desdeñara como hija. Deyanira terminaría siendo -por la fraternal intercesión de Meleagro, cuando se encontró en el infierno con el héroe- la esposa de Hércules y protagonista de muy célebres historias y, cómo no, otro personaje justamente marcado por la tragedia.
ATALANTA Y MELEAGRO
A la fuerza hay que mezclar la vida de Meleagro, hijo de Eneo y Altea, con la de Atalanta, la doncella aventurera y altiva. Y hay que mezclarlas, porque el mito de una y otro es el mismo y uno solo. Pero antes de llegar a ese encuentro, habrá que hacer constar que Meleagro, a la semana de su nacimiento, recibió la visita de las Parcas. Su madre, la reina Altea, fue informada de que existía una posibilidad cierta de tener un hijo inmortal y la fórmula de esa inmortalidad era muy sencilla, bastaba con evitar que un leño no se consumiera en el fuego. Altea hizo lo aconsejado; se fue al hogar, sacó el citado leño de allí y lo guardó con toda clase de precauciones, para evitar que nadie lo volviera a echar al fuego por equivocación. Ahora podía estar segura de que su segundo varón iba a compartir la suerte de los dioses para la que había sido elegido. Y Meleagro creció y se convirtió en un apuesto mozo y en un extraordinario guerrero, de excelente destreza y puntería con la lanza. Meleagro fue, ademas, un muchacho bueno, correcto y disciplinado, pero nada de eso importaba para ser seleccionado por los dioses como víctima propiciatoria de un olvido de su padre, un pequeño descuido ritual de Eneo, quien no se dio cuenta de que olvidaba el culto de Artemis al realizar sus ofrendas habituales de la nueva cosecha, de que no incluía a la diosa de los bosques entre los beneficiarios de los primeros frutos recogidos. Quien sí se percató del olvido fue Helios, el vigía solar, que aprovechó la ocasión para ir con el cuento a la implacable diosa Artemis. Ni Eneo ni ningún mortal podría haber supuesto que la diosa iba a enfurecerse con él de aquella manera tan terrible como lo hizo y que, además, su furia iba a ser la causa del sufrimiento eterno de su único hijo superviviente. Aunque parezca cruel Artemis, recordemos que no lo fue menos Eneo al juzgar implacablemente al primogénito Toxeo, castigándole con pena de muerte por su juego infantil, y no sintiendo tampoco ningún remordimiento al ejecutar la sentencia con sus manos.
ARTEMIS MANDA UN JABALI A ENEO
Pues bien, Artemis decidió castigar al rey de Calidonia enviándole un jabalí impresionante que arrasara sus campos y masacrara el ganado, sin perdonar ni siquiera a los pastores que lo cuidaban, o a los pobres labradores que trabajaban las tierras de Etolia. Y todo porque de esos campos y de esos animales de Etolia, su rey nada había recordado apartar y ofrecer específicamente a la furibunda Artemis, mientras que al resto de los olímpicos sí les había llegado su correspondiente turno ritual. Eneo, aunque no llegaba a comprender la razón de la súbita y devastadora presencia animal, desconcertado al ver lo que estaba sucediendo en su reino tras la inesperada llegada de la sorprendente bestia a sus tierras, hizo todo aquello que solían hacer los reyes de las leyendas antiguas: buscar al voluntarioso cazador que estuviera dispuesto -por su honor- acabar de una vez por todas con el azote del maldito jabalí, prometiéndose al triunfador de la peligrosa misión poco más que el honor de ser reconocido como singular cazador de la aterrorizadora fiera. Y ese prometido reconocimiento real era tan sólo un trofeo, de pequeño, si no insignificante, valor material, ya que se trataba de otorgar como prueba del éxito ante el endemoniado adversario, el derecho a que el cazador arrancase y guardase para sí la piel y los colmillos del animal cazado. Lo que no se presentaba como una cuestión de gran envergadura, más bien podría parecer una llamada de auxilio ante la impotencia del rey y de sus súbditos, iba a constituirse en la causa primera de una terrible desgracia, ahora ya anunciada, para el buen Meleagro.
LA AVENTURA DE ATALANTA
En efecto, muchos fueron los cazadores de renombre que se presentaron a la llamada del angustiado rey Eneo. Todos parecían estar tremendamente interesados en convertirse en protagonistas de ese combate con el feroz jabalí. Los cronistas no hablan de Cástor y Pólux, de Jasón, de Teseo, de Néstor, y de muchos más nombres de personajes célebres. Pero quien más nos interesa es la altiva y virginal Atalanta, una doncella especialmente dotada para la caza, hija no querida de Yaso y Clímene, abandonada por su padre (con la connivencia supuesta de la madre) por no ser el varón tan deseado. Artemis se apiadó de la niña y envió a una osa para que la amamantara y cuidase de ella hasta que se hiciera lo suficientemente grande como para poder empezar a moverse por su cuenta.
Más tarde, unos cazadores dieron con la criatura y la acogieron entre ellos. Con esa compañía, la jovencita se convirtió también en cazadora, como sus tutores y como la propia diosa Artemis, que fue quien hizo posible que continuase con vida la abandonada Atalanta. La joven era muy hermosa y atractiva, pero bien sea que, al estar bajo la férula de Artemis, o por conocer cuál había sido la vergonzosa actitud de su padre, se había convertido asimismo en una inflexible virgen, y no dejaba que ningún pretendiente se acercase ni remotamente a ella, lo cual se iba a convertir en pieza esencial de su mito, puesto que esta afianzada aversión hacia los varones fue la causa de todo lo que posteriormente iba a convertirse en su leyenda. Pero, volviendo a la llamada de Eneo, Atalanta también fue una de esas personalidades que se trasladaron a la corte de Eneo para ofrecerse como cazadores del jabalí (precisamente enviada por su protectora Artemis). La presencia de la joven no fue demasiado bien recibida por alguno de los bravos varones, que no veían con buenos ojos tal rivalidad, máxime sabiendo que Atalanta les podía dejar muy atrás en la pugna por alcanzar la gloria, pero el rey y, sobre todo, su hijo Meleagro, que quedó prendado de la hermosura de la cazadora, aceptó de muy buena gana su participación y la caza dio comienzo.
LA CAZA DEL JABALI
Antes de empezar la expedición, Eneo festejó la presencia de tantos nobles y famosos paladines y, durante nueve días, en su palacio colmó de agasajos a los asistentes a la cacería. Meleagro, su sucesor, que estaba ya casado con una tal Cleopatra, hija de Idas, seguramente por razones de Estado, no pudo evitar enamorarse apasionadamente ante la preciosa visión de esa única y excepcional mujer presente, a la que se denominaba "el orgullo de los bosques de la Arcadia", sin darse cuenta de que no podría jamás alcanzar correspondencia en el sentimiento de la adusta doncella, porque ella había decidido, con la rotundidad de los antiguos seres legendarios, no tener jamás comercio carnal con hombre alguno. Y la cacería empezó con Meleagro pendiente sólo de los gestos y movimientos de la cazadora, mientras que ésta, en su deseo de ser más y más cada día, sólo estaba pendiente de alcanzar y derribar a su presa. Pero la primera jornada no fue nada pacífica; Hileo y Reco, dos centauros cazadores que se habían incorporado a la partida, decidieron atacar primero a la bella Atalanta, pensando que con su fortaleza y experiencia, fácilmente podrían hacerse con la virgen, más aún cuando los dos iban a actuar emparejadamente, de modo que uno sujetaría a la joven mientras el otro la poseía a su antojo, y el segundo disfrutaría igualmente de la ayuda del primero cuando llegase su turno. Atalanta pudo darse cuenta a tiempo de sus intenciones y les dejó acercarse, al tiempo que simulaba aprestarse para dar alcance al jabalí. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Atalanta disparó dos flechas casi simultáneamente: Hileno y Reco alcanzados por los mortales dardos, dejaron de existir en un instante y Atalanta, impávida tras haber rechazado el ataque, siguió como si nada hubiera sucedido, con la idea puesta en hacerse con el trofeo prometido por Eneo.
EL JABALI A TIRO
Por fin se dio caza al jabalí, acorralado ahora entre Atalanta, Meleagro, Anfiarao, Néstor, Peleo, Jasón, Ificles, Telamón, Anceo, Teseo, Euritión y otros más. El jabalí mató e hirió a tres o cuatro de sus perseguidores; puso en fuga a Néstor y terminó siendo acosado por un grupo que se cerraba desordenadamente sobre él. Ificles, el hermanastro de Hércules, lanzó su lanza y apenas acertó con el animal, pero lo hizo mejor y antes que el resto de sus atolondrados compañeros de cacería, ya que hasta Jasón falló en su tiro. Atalanta aprovechó la ocasión y, tensando su arco y apuntando con precisión, consiguió ser quien primero clavase una flecha en el jabalí, aunque fuese en la oreja del animal, nada más. El jabalí salió corriendo del lugar, no sin haberse llevado por delante a Anceo. Pero también había recibido otro flechazo más certero de Anfiarao. La confusión era atroz, los presuntos cazadores se habían herido y hasta matado entre ellos mismos, como sucedió con Euritión, que fue muerto por un error de Peleo en la confusión que siguió a los primeros instantes. Finalmente, Meleagro acertó con una flecha al jabalí, justo de modo que pudo aprovechar su desfallecimiento, acercarse a él y rematarlo con su lanza. Acto seguido, el joven enamorado desolló a la bestia y se fue con la piel hacia Atalanta, declarando que era ella quien debía recibir el trofeo, puesto que ella era quien primero había herido a la presa. La decisión de Meleagro levantó ampollas entre los presentes. A todos les había preocupado desde el principio la competencia de Atalanta y ahora Meleagro les humillaba doblemente, ya que el vencedor cedía desinteresadamente su premio y, lo que era aún peor, hacía público el triunfo de la mujer cazadora, pasando por encima de ellos y de su honor de hombres afamados.
LA INESPERADA DISCUSION POR EL HONOR
Había ya quien decía que la primera herida, aunque hubiera sido mínima, era la producida por el tiro de Ificles, el hijo de Anfitrión y Alcmena. También decía el arrogante Pléxipo, tío de Meleagro por parte de su madre, que él, como pariente de mayor categoría, debería ser el receptor de aquella piel que Meleagro rechazaba, mientras que su otro tío, hermano menor de Altea y Pléxipo, insistía en que el honor debía recaer en Ificles, por las razones que ya se habían expuesto de ser el causante de la primera sangre derramada. La estéril y vergonzosa discusión siguió subiendo de tono, llevada ahora por las voces de los tíos del cazador que había preferido donar el trofeo a su amada, sin que se hubiera planteado la posibilidad de contemplar tan bochornoso espectáculo. Meleagro, no pudiendo aguantar por más tiempo la necia perorata de sus tíos, que no querían darse cuenta de su homenaje de amor hacia Atalanta, ni tenían tan siquiera la dignidad de dejar de reclamar lo que él, como vencedor, había legítimamente cedido, mató a sus tíos sin pensarlo más, zanjando violentamente el altercado, recordando a todos que él era, además del único triunfador, el solo heredero de la corona de Calidonia. Pero Meleagro había matado a los hermanos de su madre y ésta no era tampoco una persona que perdonase. Como su marido Eneo, Altea no dudaba en anteponer sus principios de rango sobre la condición paterno-filial y lo maldijo al instante, arrojando al fuego el leño que guardaba desde la infancia como garantía de la inmortalidad del hijo. En otras versiones del mito, se afirma que Meleagro, ahora blanco de odio de otros hermanos de Altea y Pléxipo, vio como éstos se lanzaban contra Calidonia, aprovechando que había quedado proscrito por su madre y no podía alzarse en armas para defenderla. El ataque fue tan sangriento que Cleopatra exigió a su marido que abandonase su reclusión y se lanzara contra los asaltantes. Así lo hizo, matando a los otros tíos restantes, y casi poniendo en fuga a la tropa enemiga con su actuación al frente de las fuerzas de la ciudad. La rebelde reacción de Meleagro aumentó en mayor medida el odio de la madre hacia él. Altea, ahora dispuesta por propia iniciativa a darle una lección mortal al hijo, u ordenada por las Parcas a actuar de esta forma, sólo tenía que hacer una cosa: sacar el leño de su escondrijo y arrojarlo al fuego. Eso fue lo que hizo, y con el leño crepitando en la chimenea, de igual manera se consumía la vida de Meleagro, hasta quedar acabado, y sus enemigos pudieron hacerse con el control de la situación, al quedar el oponente sin jefe y encontrarse todo listo para la toma de la cuidad. Esta versión de la leyenda dice que la parricida Altea, horrorizada por ver el resultado de su ira, decidió quitarse la vida, colgándose hasta morir. La casi olvidada esposa Cleopatra, sintiéndose también culpable de la muerte de Meleagro a manos de las artimañas de su madre Altea, por haberle ella inducido a salir de proscripción y a tomar las armas entonces prohibidas, también siguió este camino del suicidio por estrangulamiento.
ATALANTA VENCEDORA
Por fuera de la cuestión final había quedado Atalanta, quien se retiró de la cacería y sus postrimeras con la piel del jabalí (y con los colmillos seguramente, aunque nadie se moleste en contarlo), sin recordar ni por un momento a aquel Meleagro que había perdido la vida por amor hacia ella. El padre de Atalanta, el despegado e incumplidor Yaso, estaba ahora orgulloso del valor y quería compartir la fama de su hija antes por él repudiada. Atalanta, que debía querer caer en gracia a quien le echara de su lado, fue al palacio paterno, a recibir el desconocido cariño familiar. Yaso quería que su hija fuera como las demás criaturas de su sexo y para ello nada más normal que buscarla un marido y hacerla formar familia. Atalanta, que no parecía estar dispuesta a perder el recién conquistado afecto de Yaso ni su terca virginidad, no le contradijo, sino que introdujo una cláusula mínima en la búsqueda de pareja: se casaría inmediatamente con el hombre que la ganase en una carrera a pie, pero si el pretendiente no era capaz de ganarla, ella con sus manos lo mataría. Conviene aclarar que pesaba sobre la joven cazadora una admonición anterior del oráculo de Delfos, que la advertía que el matrimonio para ella significaba automáticamente la condena a ser transformada para siempre en un animal salvaje. Sin saber nada sobre la maldición délfica, pero encantado de tener a Atalanta dispuesta a obedecerle en sus deseos, aceptó Yaso la idea del premio o castigo propuesta por esta hija tardíamente recuperada. Se puso en conocimiento de todos los jóvenes griegos la posibilidad de acceder a la mano de Atalanta y se comunicaron también las condiciones de la selección. Los imprudentes aspirantes a la retadora mano tampoco escasearon: pronto empezaron a producirse carreras entre pretendientes varios y la obstinada chica.
LA VICTORIA DEL ORACULO
Como es natural, al hablar de pretendientes, al hablar de más de uno, que sería el definitivo, se supone que el resto de los contendientes caían fulminados a manos de la extraña dama, y así era, ya que la aliviada corredora los remataba con su lanza sobre el terreno de su derrota, contenta de haberse librado de la maldición del oráculo de Delfos y después de haberlos vencido sin demasiado esfuerzo, pues hasta se cuenta que a todos les daba unos pasos de ventaja al comienzo de la carrera, segura de su victoria y añadiendo un nuevo toque de desprecio hacia los hombres. Y así, victoria tras victoria y muerte tras muerte, Atalanta vio pasar los días y los años. Hasta que llegó a palacio un tipo muy distinto de competidor, el joven Melanión, hijo de Anfidamante (otros muchos autores dicen que este personaje definitivo fue Hipómenes, hijo de Megareo). Sea quien sea, lo que sí se sabe es que él tenía la ayuda inestimable de Afrodita, diosa del amor y de la belleza, que le había entregado tres manzanas de oro para la prueba, tal vez porque, dada su adscripción a la pasión y a la entrega amorosa, no podía soportar a las rígidas y frías doncellas vocacionales. Se estableció la fecha de la carrera, que parecía destinada a ser una de tantas, y nadie daba ni un ápice a favor del varón. Pero, en cuanto comenzó la prueba mortal, Melanión o Hipómenes, quien fuera, fue dejando caer una tras otra las tres manzanas de oro, de modo que, sin cesar de correr, tentaba a la joven. Atalanta, por su parte, aburrida de competiciones y con el deslumbramiento que se supone que las joyas producen en cualquier mujer, se detuvo tres veces para recoger las manzanas. Cuando se quiso dar cuenta, había perdido por primera y última vez la carrera y debía cumplir su parte del trato, cosa que hizo sin rechistar y más bien encantada de poder gozar, de una vez por todas, de las delicias del amor. Y tanto fue su amor que, un día mucho más tardío, en otra jornada de caza, sintió la pareja renovados anhelos de amarse y así lo hicieron, pero dentro de un templo de Deméter o de Zeus, buscando cobijo a su sombra. El dios o la diosa titular del recinto se enfureció con lo que se consideraba sacrilegio, y del cielo descendió el castigo (como siempre, sólo el mal viene de arriba) en forma de transformación de la pareja en leona y león, puesto que se creía entonces que los leones no se apareaban entre sí, ya que debían hacerlo con leopardos. Seguramente, por ignorancia de los olímpicos y los clásicos, Atalanta-leona y su marido Hipómenes, o Melanión-león, debieron seguir disfrutando ampliamente de una pasión regular y satisfactoria.
TIDEO, HIJO DE ENEO
Eneo se casó, después del suicidio de Altea, con Peribea, o tal vez fue con su propia hija Gorgé con la que tuvo a Tideo. La juventud de este hijo de Eneo fue turbulenta; unos dicen que porque fue abandonado por su padre, otros porque tuvo que salir de Etolia por causa de una pendencia. El caso es que llegó a la corte de Adrasto, rey de Argos, y allí fue recibido como hijo y recibió a Deípile, una de sus dos hijas en matrimonio (la otra, Argia, fue otorgada a Polinices). Tideo después se dirigió a Tebas, formando un grupo que se conocería como los siete de Tebas, para reclamar de Eteocles el trono en favor de su hermano mellizo Polinices, con el que había acordado -e incumplido- turnarse en el trono de la ciudad. Eteocles no quiso escucharlo y Tideo desafió a los campeones de Tebas a duelo, venciéndolos uno a uno, hasta acabar con todos ellos. Mientras, a las puertas de la ciudad, los siete jefes de Argos se colocaron frente a las puertas de la muralla, esperando la orden de iniciar el asalto. Eteocles consultó al sabio Tiresias sobre qué decisión debía tomar y el adivino contestó que el sacrificio de un príncipe sería el remedio necesario para evitar que Tebas cayera en manos de los argivos. Meneceo, hijo de Creante, se sacrificó por la ciudad y el combate empezó, con Zeus del lado de los tebanos y Atenea apoyando a Tideo. Muertos los jefes de Argos, incluido el valeroso Tideo, y muertos también los capitanes de Tebas e igualadas las agotadas fuerzas, Polinices retó a su hermano Eteocles a un combate decisorio que resultaría tan estéril como lo había sido el enfrentamiento armado anterior; en ese combate final los dos hermanos murieron.
LA DESVENTURADA VIDA DEL HEROE DIOMEDES
Tideo había tenido con Deípile a Diomedes, un digno sucesor suyo que empezó su vida pública arremetiendo contra los hijos de Agrio, usurpador del reino de Etolia, para vengar la afrenta hecha a su abuelo Eneo. Tras su prueba de coraje, y habiendo ya contraído matrimonio con Egialea, Diomedes se embarcó para la campaña de Troya, en dónde destacó por su arrojo, convirtiéndose en uno de los personajes más importantes del largo asedio, llegando a herir a Eneas en combate, a enfrentarse con el propio Odiseo, a alcanzar a Afrodita con su lanza, a entrar en Troya en solitario para conseguir robar el sagrado Paladio del templo y, finalmente, a ser uno de los valientes que consiguieron entrar en la ciudad, escondido dentro del famoso caballo de madera, abrir las puertas a sus compañeros y terminar con los nueve años de resistencia de Troya. De vuelta al hogar, se encontró con que su esposa Egialea le había sido repetidamente infiel y vivía con Cometo. Todavía no satisfecha, o tal vez movida por la inquina de Afrodita, la infiel ahora le perseguía con trampas y traiciones, buscando una y otra vez su muerte, hasta hacer que él tuviera que huir de su tierra, camino de Italia. Allí entró al servicio del rey Dauno, del que supo ganar su aprecio y confianza, hasta el punto que el rey lo casó con su hija Evipe y le dio poder para que actuase como lugarteniente suyo, pero Afrodita le perseguía incesantemente con su rencor, tramando toda clase de males. Por ello, y a pesar de ser su yerno, capitán victorioso de sus tropas y pacífico fundador de numerosas ciudades, el rey Dauno le asesinó, mientras que se cuenta que los nobles compañeros del héroe asesinado fueron transformados en unas misteriosas aves que se mostraban tan amistosas para con los griegos como peligrosas para el resto de los seres humanos.
DEYANIRA
Hércules había prometido a Meleagro, cuando se encontró con su doliente alma en los infiernos, que desposaría a su hermana Deyanira en cuanto regresara a la tierra. Deyanira y Gorgé tal vez por ser hijas de Dionisos, fueron las únicas hermanas de Meleagro que mantuvieron su aspecto tras la muerte de Altea y Cleopatra, puesto que al resto Artemis las transformó en aves. Al cabo de unos años, cuando Hércules estaba de paso por Etolia, conoció a Deyanira y se prendó de ella; era una mujer atractiva y valerosa, avezada en la caza, a la que muchos perseguían infructuosamente, el terrible dios Aqueloo entre ellos y el único que realmente presentó oposición, pero venció Hércules a Aqueloo, y Eneo le concedió a su hija en matrimonio, haciéndola plenamente feliz, puesto que a ella le había maravillado el héroe y, por otra parte, le horrorizaba el cambiante dios-río Aqueloo, que tomaba la forma de serpiente, de hombre con cabeza de toro, o se aparecía como un furioso toro. Cuando el centauro Neso se ofreció engañosamente a cruzar a la gentil Deyanira al otro lado del crecido río Eveno, con la artera intención de raptarla una vez que Hércules se hubiera despojado de sus armas para cruzar la corriente, la reacción del héroe fue rápida y violenta: a una distancia que jamás otro ser humano alcanzó con sus armas, Hércules hizo llegar la flecha que atravesó el cuerpo del raptor. Pero Neso, en su agonía, dijo querer darla, antes de morir, una prenda de amor a Deyanira (una poción elaborada con su propia sangre para asegurarle la fidelidad de Hércules), que ella guardó sin decir nada a su marido. Transcurrieron los años, la pareja siguió su vida, y Deyanira le dio cinco hijos a Hércules: una hija llamada Macaria y cuatro varones, Hilo, Tesipo, Gleno y Hodites.
EL PESAR DE DEYANIRA
Pasaron más años y Hércules seguía recorriendo el Universo, participando en muchas y muy difíciles aventuras; pero ni las hazañas ni el hogar le eran suficientes y menos aún lo era su esposa. A medida que transcurra el tiempo, menos se contentaba con una sola mujer, manteniendo casi constantemente relaciones con diversas y cambiantes acompañantes siempre más jóvenes y lozanas que ella, e insistiendo en meter en casa a sus amantes. Consideró la sufrida esposa que era hora de aplicar el casi olvidado remedio de Neso a una prenda de Hércules, prenda que éste llevaría consigo en un sacrificio ritual, para hacerle finalmente fiel. Cuando partió su marido, movida por la curiosidad, untó otra prenda, comprobando, con espanto, que la poción no era más que una postrera venganza del centauro, puesto que la ropa empapada en el ungüento rompía en llamas. Mandó a Licas que corriera a avisar a Hércules del peligro que suponía utilizar aquella camisa para el sacrificio ritual, pero el mensajero llegó demasiado tarde: Hércules había sido alcanzado por la maldición de Neso y se moría sin remedio; pidió a su hijo primogénito Hilo que se preparase una pira funeraria en lo más alto del lugar, y él mismo se tendió sobre ella, dispuesto a acabar de una vez con el espantoso sufrimiento, para pasar con su alma a la eternidad del Olimpo, en donde fue recibido, para sorpresa de todos, como hijo bien amado de Hera. Enterada Deyanira del horrible suceso, se quitó la vida, sin llegar a saber que Hércules había perdonado de corazón su involuntario acto, puesto que recibió de Licas el aviso de su esposa, y comprendió al instante que su desgracia había sido el producto de la venganza póstuma de Neso.
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