- Ñasaindí: Luz de
la luna.
- Tipoy: Túnica de
mujer,
sin cuello y sin mangas.
- Piquillín: Piquilín.
- Caraguatá: Pita o
agave.
- Chumbé: Cinturón
que
usan las mujeres para
ceñirse la cintura.
- Tacuarembó: Mimbre.
- Pindó: Palmera.
- Isipó: Llana.
- Maracaná:
Guacamayo.
- Ñandubay: Árbol
que da una
madera rojiza muy dura e
incorruptible.
- Cuñataí: Doncella.
- Ruvichá: Cacique.
- Sagua-á: Arisco.
- Neí: Sí.
- Aní: No.
- Nuné: Puede ser.
- Jhoriva, yerutí:
Feliz,
torcacita.
- Roga: Casa, cabaña.
- Cuimba-é:
Muchachos.
- Cambá: Personas
negras.
- Catupirí: Diestro,
hábil.
- Marangatú: Bueno,
virtuoso.
- Cava-Pitá: Avispa
colorada.
- Zuiñandí: Ceibo.
- Irupé: Victoria
regia.
- Guasú: Venado.
- Añá: Diablo,
demonio.
- Chirirí: Boyero.
- Mandió: Mandioca.
- Tupá: Dios bueno.
- ¡Ma-era!: ¡Hola!
LA
MANDI-Ó
LEYENDA GUARANÍ
Ñasaindí debía tener
quince años. Esbelta, graciosa y muy bonita, sus ojos
negros y grandes miraban siempre con temor. Tenía los
cabellos lacios adornados con flores de piquillín. Cubría
su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá,
ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de
vistosos colores.
Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al
caminar: tan suave y liviana era.
Con el propósito de recoger tiernos cogollos de
palmera, venía desde muy lejos, trayendo una cesta
fabricada con tacuarembó.
Muy dispuesta llegó al lugar donde crecían con
profusión los pindós, confiada en que sola podría
alcanzar los ansiados cogollos; pero al verlos tan altos
comprendió que le iba a ser imposible realizar la tarea.
Trató de llegar, subiendo por el tallo, pero se vio
obligada a desistir.
Un poco decepcionada, miró desde abajo el penacho
verde de las palmeras tratando de hallar un medio que le
permitiera conseguir los cogollos buscados.
Ya desistía de su intento, cuando vio a un muchacho
medio oculto por una cascada de isipós y de helechos. Sus
manos recias empuñaban el arco y la flecha. Sus ojos
miraban con atención hacia un lugar cercano.
Dirigió Ñasaindí su vista hacia el mismo sitio y
pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la
flecha del desconocido: era un hermoso maracaná que,
tranquilamente posado en la rama de un ñandubay, estaba
completamente ajeno a su próximo fin.
Sintió la niña una pena grande por el espléndido
animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de
alegría y de luz entre los verdes del bosque, y sin darse
cuenta dio un grito que desvió la atención del cazador
hacia el lugar de donde él había partido. El maracaná,
puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó
en la espesura.
Salió el cazador de su escondite y ante la presencia
de la niña quedó atónito, mirándola. Su belleza y su
expresión lo hechizaron, haciéndole olvidar la pieza de
caza que perdiera por su culpa.
-¡Ma-era! -sólo atinó a decirle.
Bajó la vista la muchacha, temerosa de merecer el
reproche del cazador, cuando oyó que continuaba con su
suave acento:
-¿Quién eres, cuñataí?
-Ñasaindí... -respondió apenas la niña.
-¿De dónde vienes?
-De la tribu del ruvichá Sagua-á...
-¿A qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?
Miró la niña los penachos de las palmeras que la
brisa convertía en grandes abanicos y el muchacho,
adivinando la intención de la mirada, preguntó:
-¿Querías alcanzar cogollos de palmera?
-Neí... -respondió a media voz la niña.
-Y... no alcanzas... -agregó intencionado el joven
con expresión risueña.
-Aní... ¿Tú me ayudarás? -preguntó esperanzada,
levantando hacia él los ojos.
-Nuné... -respondióle el muchacho divertido.
Al tiempo que así decía, dejando en el suelo el
arco y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al
tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de
sus piernas ágiles acostumbradas a esos ejercicios, pronto
llegó al lugar donde lños cogollos tiernos se ofrecían
generosos y frescos. Desde arriba se los ajorraba a Ñasaindí
que, plena de dicha, no dejaba de reír. En pocos minutos la
cesta estuvo llena.
El rostro de la joven reflejaba un gran placer.
Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido
infructuoso.
Cuando el muchacho estuvo nuevamente a su lado, los
ojos de Ñasaindí brillaban de alegría y de
agradecimiento.
-¿Jhoriva, yerutí? -preguntó satisfecho.
-Neí... Pero yo no me llamo Yerutí... Mi nombre es
Ñasaindí...
-Ñasaindí te llamas, pero pareces una dulce yerutí,
por eso te llamé por su nombre...
Agradeció la niña con una sonrisa e intentó
emprender el camino de regreso, pues la noche no tardaría
en llegar. El sol comenzaba a hundirse en el ocaso.
El muchacho detuvo su intención, preguntándole:
-¿Tienes tanto apuro por irte? ¿Dónde queda tu
roga, cuñataí?
-Debo cruzar el río...
-¿Sola?
-Sola vine y sola debo volver. Hace tiempo, ya varias
lunas, que los hijos de la mujer que me crió partieron
hacia el norte con otros cuimba-é y tardan en volver. Ella
me envió... Yo no tengo padres... Murieron en manos de los
cambá, cuando yo era pequeña...
-¿Y cómo cruzaste el río?
-En una pequeña canoa que dejé amarrada en la
orillla.
-Pero tú eres muy joven para atreverte a andar sola
por estos lugares...
-Me mandaron y tuve que obedecer.
-¿No eres miedosa, Ñasaindí?
-¡Claro que lo soy! Muchas veces siento un miedo muy
grande; pero debo cumplir lo que me ordenan. A nadie tengo
que me pueda defender -agrgó la niña con su vocecita
triste y los ojos brillantes de lágrimas.
-Desde este momento, y si tú quieres, seré yo quien
te sirva de amparo y de guía. ¿Aceptas, yerutí? -le
ofreció el muchacho firme y decidido.
-Ñasaindí lo miró. La alegría que le causó el
ofrecimiento se transparentó en su dulce mirar y en su
sonrisa agradecida, cuando respondió:
-¡Oh, ya lo creo! ¡Muchas gracias!
-¡Seremos amigos, Ñasaindí!
-Bueno... pero no me has dicho tu nombre, ni quién
eres... ¿cómo podría encontrarte?
-¡Tienes razón! Soy Catupirí. Mi padre es el
cacique Marangatú. ¿Sabes ahora a quién debes buscar?
-terminó riendo.
-Neí, Catupirí.
Después Ñasaindí, con su cesta llena de cogollos
de pindó, inició la marcha hacia la costa dispuesta a
volver a su roga.
La detuvo aún Catupirí. Tenía muy buen corazón y
la niña le inspiraba una gran ternura.
El bondadoso muchacho era el menor de los hijos del
cacique Marangatú, poderoso y respetado en mucha distancia
alrededor de sus posesiones. Desde pequeño, Catupirí había
sido preparado en las artes de la guerra por un diestro
guerrero de la tribu; pero su madre, que no lo descuidaba
jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como
cuando era pequeño y le pertenecía por entero. Su bondad
era reflejo del tierno corazón de ella.
En ese momento, Catupirí recordó a su madre. Recordó
su gran bondad y el cariño que por él sentía y pensó
llevar a Ñasaindí consigo, pues se había enamorado de
ella y deseaba hacerla su esposa.
Se detuvo un instante pensando en su padre. Él no
vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una
extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención
de casarse con ella.
Pensó un instante, y decidió: la llevaría; pero al
principio, por lo menos, la ocultaría a los ojos de su
padre. Se la confiaría a su madre.
Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin
duda llegaría a sentir gran cariño por la joven
desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan
hermosa... Sin pensarlo más se lo propuso:
-¿Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi
madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño
que hasta ahora te ha faltado. ¿Aceptas, yerutí?
Llenos de agradecidas lágrimas los ojos, Ñasaindí
preguntó con palabras entrecortadas por la emoción:
-¡Oh, Catupirí! ¿Es verdad lo que me propones? ¿Tu
madre me querrá?
-Sin duda... ¡Puedo asegurártelo! Hay tanta bondad
en tu mirar dulce y tanta ternura en tu voz suave, que mi
madre se sentirá atraída por ti y serás para ella la hija
que no tiene. ¡Ven, vamos!
Tomaron los dos jóvenes el camino que conducía a la
toldería y riendo y conversando, llegaron al lugar donde se
levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú.
Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y
dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río.
Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé
cerraba sus pétalos ocultando sus galas hasta que, al día
siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos,
volviera a despertarla. La paz y la tranquilidad reinaban
sobre la tierra.
Catupirí, ocultando a su compañera, fue hasta su
toldo donde la dejó para ir a dar la noticia a su madre.
Nadie los había visto llegar, de modo que le sería
muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.
Pero Catupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban
con maldad lo observaban desde muy cerca. Era Cava-Pitá, la
hechicera, que, oculta detrás de un corpulento zuiñandí,
no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.
Sonrió con malicia la mujer, y guiada por su espíritu
mezquino, se propuso dar cuenta de lo ocurrido al cacique.
No podría hacerlo tan pronto como deseaba, pues el cacique
había salido con sus guerreros y no volvería hasta la mañana
siguiente; pero entonces, ella lo esperaría con una noticia
muy especial. ¡Y ya vería la extranjera que su vocecita
dulce y sus expresiones inocentes no serían suficientes
para engañar al cacique como lo había hecho con el hijo!
¿Por qué pensaba tan mal la hechicera de una
persona a quien no conocía?
Es que Cava-Pitá era perversa y envidiosa y no
toleraba que se diera preferencia a nadie más que a ella.
Al día siguiente, muy de mañana, llegaron el
cacique y sus acompañantes; toda la tribu los recibió con
júbilo. Habían logrado importantes piezas de caza y traían
también un hermoso guasú vivo.
Con paciencia esperó Cava-Pitá que el cacique
quedara solo, y en el momento oportuno se acercó a él,
para referirle, a su manera, la llegada de Ñasaindí a la
tribu. No conforme con esto, y gracias a la confianza que en
ella tenía Marangatú, le fue muy fácil convencerlo de que
la extranjera era una enviada de Añá, quién se valía de
la joven para provocar la desgracia de la tribu.
La sorpresa del cacique pronto se transformó en
profunda indignación. Él no podía tolerar la intromisión
de una desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo,
gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba
de una enviada del demonio.
Poseído por una intensa cólera, Marangatú hizo
llamar a su hijo a fin de recriminarle su indigno proceder y
su desobediencia.
Cuando Catupirí estuvo frente a él, lo increpó
duramente:
-¿Puede saberse por qué has traído a la tribu a
una extranjera que nadie conoce y que tú encontraste por
caualidad?
-Ya pensaba explicártelo, padre... -respondió
sorprendido Catupirí. Y agregó desconcertado:
-¿Cómo has llegado a saberlo?
-Eso nada importa. Sólo puedo decirte que todavía
hay quien respeta mis deseos y obedece mis órdenes.
-Yo soy el primero en hacerlo, padre mío, y pruebas
te he dado en mil oportunidades; pero en este caso, deseaba
hablar contigo primero, para explicarte lo sucedido. Sin
embargo, hubo alguien, no sé con qué intención, que se me
adelantó...
-¿Dónde está la intrusa? -preguntó el padre,
violento.
-Está en mi toldo, padre, esperando que la traiga a
tu presencia.
-Pues ya puedes ir a buscarla. Si con malas artes se
introdujo en mi tribu, bien pronto haré que la abandone.
Catupirí quedó confundido. Su padre creía que,
valiéndose de quién sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí
lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no
era así. Su padre, al verla, podría convencerse de que
estaba equivocado.
Corrió en busca de la hermosa doncella y pronto
estuvieron ambos frente al temible Marangatú.
Quedó el cacique maravillado al ver a la joven. Su
hermoso rostro y la dulzura de su mirar lo conquistaron de
inmediato. Debía haber una equivocación. Era imposible que
una niña tan inocente, tan dulce y tan tímida, tuviera las
malvadas intenciones que le atribuía Cava-Pitá.
Conversó el ruvichá con Ñasaindí. Le contó la
muchacha su niñez triste y sin afectos y su alegría al
encontrar en el buen Catupirí que deseaba hacerla su
esposa, el cariño y el apoyo que le faltaron siempre.
Comprendió el gran Marangatú el noble sentimiento
que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que
unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de
ambos.
Y Ñasaindí fue la esposa de Catupirí, el muchacho
de corazón generoso y noble que la encontró un día en el
bosque...
La maldad y la envidia de Cava-Pitá se acrecentaron
al comprobar que su intervención había sido inútil y que,
en cambio, los dos jóvenes habían llegado a realizar su
deseo...
A pesar de todo, no se desanimó la hechicera,
proponiéndose por cualquier medio, conseguir que la
extranjera fuera arrojada de la tribu. ¡Ya llegaría el
momento en que se cumpliera su venganza! ¡Ella sabría
esperar!
Pasó el tiempo. La felicidad de Ñasaindí y de
Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había alcanzado
a la tribu y todos habían olvidado por completo los
vaticinios de la malvada Cava-Pitá.
Un niño, hijo de ambos jóvenes, llegó para hacer más
grande y efectiva la diche de que gozaban. El pequeño
Chirirí era dulce y bueno como su padre y tenaz como su
padre.
Cuando tuvo edad de tener amigos, todos los niños de
la tribu lo fueron de él y diariamente se los veía jugando
en el bosque o en la costa del río, donde sentían gran
placer en reunirse.
El cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado
un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre
los momentos más felices de su vida se contaban aquellos en
que salía con el niño a ejercitarlo en el manejo de dichas
armas.
Todos vivían contentos en la tribu. Ya nadie
consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía
despreciar, sino que, por el contrario, la joven, gracias a
su bondad, se había granjeado la simpatía y el afecto de
todos.
La única que conservaba el odio que por ella había
sentido desde un principio era Cava-Pitá, para quien la
idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo,
y que no abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la
aldea como se lo propusiera desde un principio.
Tenía que convencer a la tribu de que la esposa de
Catupirí bajo ese aspecto dulce y tierno encubría a una
malvada enviada de Añá para hacer mal a la tribu y que sólo
esperaba el momento oportuno para cumplir los mandatos del
demonio.
Para convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación.
Usando de sus sentimientos mezquinos y perversos
divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba
poseído por un mal espíritu, por el cual todos los niños
que lo acompañaban en sus juegos estaban condenados a morir
infaliblemente después de un corto tiempo.
La noticia corrió por la tribu con la velocidad del
rayo y todas las madres, temerosas del trágico fin que podrían
tener sus hijos, los retuvieron con ellas prohibiéndoles
que se acercaran al pequeño Chirirí.
Sin embargo, esto no fue suficiente para la
hechicera, ya que ella había querido levantar a toda la
tribu contra la inocente Ñasaindí. En esa forma, considerándola
culpable, la hubieran arrojado de la aldea indígena por
temor al maleficio de que estaba poseída lo mismo que su
hijo.
Como no consiguiera su propósito, decidió poner en
práctica un plan diabólico con el que, estaba segura, se
cumpliría con creces su venganza.
Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que agregó
una pequeña poción de activísimo veneno.
Con zalamerías llamaba a los pequeños amigos de
Chirirí y les daba a tomar el jarabe mortífero que ellos
bebían golosos.
Poco les duraba el placer, porque poco tiempo más
tarde morían entre las más espantosas contorsiones,
envenenados por la infame hechicera.
Ignorantes las madres de la existencia del famoso
jarabe, aceptaron como explicación de la muerte de sus
hijos el maleficio del que suponían estaban poseídos el
pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en
tantas oportunidades la famosa Cava-Pitá.
Ya no les cupo la menor duda: la extranjera era una
enviada de Añá, llegada a la comarca para causar la
desgracia de la tribu de Marangatú.
Esta vez nadie dudó. Todos estuvieron en contra de
Ñasaindí y de Catupirí, de quienes decidieron vengarse
dando muerte a su hijito.
La hechicera no cabía en sí de gozo. Había pasado
un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por
fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa.
Alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de
toldo en toldo, incitando a unos y a otros a dar muerte al
pequeño Chirirí, único medio para librarse de los
designios de Añá.
En un grupo encabezado por la perversa Cava-Pitá,
blandiendo palos y lanzas, hombres y mujeres se dirigieron
al toldo de Catupirí.
Llegaron, y tomando por la fuerza a los padres de la
criatura, los llevaron al bosque donde los amarraron con
fibras de caraguatá al tronco de un ñandubay para que
fueran testigos impotentes de la muerte de su hijo.
La dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores
sollozos, gritando su inocencia y pidiendo piedad para su
pequeño Chirirí, mientras el valiente Catupirí hacía
desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras. Pero
era en vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.
Mientras tanto, Cava-Pitá, la cruel y desalmada
hechicera, saboreando el triunfo logrado después de tanto
esperar, decidió ser ella misma quien diera muerte al pequeño,
que, atado de pies y manos, yacía en el suelo, llorando y
esforzándose por dejar sus manecitas en libertad.
Preparó el arco y la flecha envenenada, y cuando se
disponía a arrojarla al niño, que lloraba ante sus padres
desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una
lengua de fuego bajó desde el cielo, que se había
oscurecido de pronto, y dejó fulminada a la perversa
hechicera, que rodó por el suelo dando un grito de espanto.
Los que presenciaban la escena vieron en esto un
castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia
y, convencidos de su error, desataron a los padres de la
criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia
de ellos.
Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que medio
desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató
y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras las
lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.
Con las cabezas gachas, avergonzados, con el paso
vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa
hechicera decidieron retornar a sus toldos, no sin antes
dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí
estuviera momentos antes echadito en el suelo esperando la
muerte de manos de la falsa y alevosa Cava-Pitá.
La sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron
que crecía en ese mismo lugar una planta nueva, desconocida
hasta entonces.
La llamaron mandi-ó y en ella vieron la justicia de
sus dioses buenos que sabían recompensar el bien y
castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal.
La mandi-ó, regalo de Tupá a los hombres para que
les sirva de alimento, posee el dulce corazón de Ñasaindí
y de Chirirí, y da, al que la come, fortaleza y energía,
como era fuerte y enérgico el valiente y esforzado Catupirí.
La mandi-ó
(mandioca) es un arbusto originario de América, que abunda
en la zona tropical.
Mide de dos a tres metros de altura, tiene hojas
palmeadas y de sus flores en racimos.
La raíz, un tubérculo blanco, grande y carnoso,
contiene almidón, harina y tapioca. Es la parte comestible
de la planta.
Existen dos clases de mandioca, una dulce y otra
amarga. La primera, inofensiva, se puede comer asada o
cocida sin ningún peligro.
La segunda, en cambio, es venenosa. Por eso, para
comerla, es necesario, primero, tostarla, para que pierda
sus propiedades nocivas. Luego se pulveriza.
Así se obtiene la harina que se conoce con el nombre
de fariña y que constituye un alimento muy apreciado y de
mucho consumo en el noreste argentino, en Brasil y en
Paraguay.
Antes se conocía a la fariña con el nombre de
harina de palo.
Los naturales fabricaban su vino, especie de chicha,
de la mandioca. La masticaban y luego la hacían fermentar
en agua.
El cultivo de la mandioca es antiquísimo.
Según algunos autores, los nativos ya la consumían
antes de la llegada de los españoles. Otros, en cambio,
aseguran que fue Santo Tomé quien les enseñó su cultivo y
la forma de hacerla comestible e inofensiva.
VOCABULARIO |
-
Tupá:
Dios bueno.
-
Ibaga:
Cielo.
-
Eíra:
Miel.
-
Yetapá:
Tijera.
-
Anga:
Alma.
-
Jhuguay:
Cola.
-
Jhuguay-Yetapá:
Tijereta
LA TIJERETA
LEYENDA GUARANÍ
Sucedió hace
muchísimos años.
Tupá había decidido que las almas de los que
morían y que debían llegar al cielo, lo hicieran
volando con unas alitas que Él enviaba a la tierra
por medio de sus emisarios. Claro que para los
mortales esas alitas eran invisibles.
Una vez que el alma llegaba al ibaga, Tupá
destinaba esa alma a un ave que Él creaba con tal
objeto, de acuerdo a las características que hubiera
tenido en vida la persona a quien pertenecía.
En un pueblito guaraní vivía Eíra con su
madre. Ésta, que había quedado imposibilitada,
dependía para todo de su hija, que a su vez se
dedicaba a atenderla y cuidarla, ganándose la vida
con su trabajo.
Eíra era costurera, y para tener a mano la
yetapá que tantas veces necesitaba, la llevaba
colgada a la cintura, sobre su blanco delantal, por
medio de un cordón oscuro.
Muy trabajadora y diligente, a Eíra nunca le
faltaban vestidos para confeccionar, de manera que era
muy común verla con tela y tijera, cortando nuevos
trabajos.
Se hubiera dicho que la tijera formaba parte de
ella misma. Por la mañana, al levantarse y luego de
haberse vestido, lo primero que hacía era atarla a su
cintura teniéndola pronta para usarla en cualquier
momento.
Viejecita y enferma como estaba, y a pesar de
los cuidados que le prodigara, la madre de la
laboriosa Eíra murió una noche de invierno, cuando
el frío era muy intenso y el viento soplaba con
fuerza.
Grande fue la pena de esta hija buena, dedicada
siempre y únicamente a su madre y a su trabajo.
Desde ese momento quedó sólo con su tarea, a
la que se entregó con más ahínco que nunca tratando
de distraerse, porque su pena era muy intensa y la
desgracia sufrida la había abatido de tal forma que
perdió el deseo de vivir.
La tijera así suspendida acompañaba el ritmo
de su paso y brillaba el reflejo de la luz, cuando la
costurera se movía de un lugar a otro.
No mucho tiempo después de la muerte de su
madre, la dulce y sufrida costurera enfermó de
tristeza y de dolor, tan gravemente que no fue posible
salvarla.
Eíra había sido siempre buena, excelente hija
y laboriosa y diligente en sus tareas, por lo que Tupá
llevó su anga al cielo.
Allí creó para albergarla un pájaro de
plumaje negro, con la garganta, el pecho y el vientre
blancos. Omitió los matices alegres y brillantes
considerando que su vida había sido humilde, opaca y
oscura, aunque llena de bondad y sacrificio.
Cuando Tupá hubo terminado su obra, Eíra se
miró y miró a Tupá como intentando pedirle algo.
El Dios bueno, que conoció su intención, dijo
para animarla:
-¿Qué deseas, Eíra? ¿Qué quieres pedirme?
Conociendo la amplia bondad de Tupá, comenzó
humilde y avergonzada a pedir... ¡ella que jamás había
pedido nada!
-Tupá... Dios bueno que complaces a los que te
aman y respetan... yo desearía...
-¿Qué es lo que quisieras, Eíra?
-Tú sabes que durante toda mi vida sólo al
trabajo me dediqué y quisiera tener un recuerdo de lo
que me ayudó a vivir...
-Dime, entonces... ¿qué es lo que deseas?
-Yo desearía tener una tijerita que me
recordara la que tanto usé en mi vida en la tierra y
que contribuyó a que sostuviera a mi madre...
Encontró Tupá muy de su agrado el pedido de
la muchacha, por la intención que lo inspiraba, y
tomando las plumas laterales de la cola las estiró
hasta dar a la misma la apariencia de una yetapá,
como lo deseara la costurera, otorgándole, además,
la propiedad de abrirla y cerrarla a su voluntad, tal
como hiciera durante tanto tiempo con la de metal con
que cortara las telas.
Por la semejanza, precisamente, que tiene la
cola de esta ave con la tijera, la llamamos tijereta.
La
tijereta es un pájaro notable por su larguísima cola
compuesta por seis pares de plumas, siendo las más
largas las laterales, que son las que le dan la forma
característica.
El plumaje, de la cabeza y el lomo, es negro,
mientras que el de la garganta, el pecho y el vientre,
es blanco plateado.
Las plumas de la cabeza, en su parte más
inferior, donde se insertan a la piel, tienen una
coloración amarilla que únicamente llega a verse
cuando las eriza, lo que no sucede con frecuencia.
El nido de la tijereta es circular, hecho con
hojas secas y muchas veces con flores de cardo.
Su vuelo, realzado por la larga cola que mueve
con gracia, es sostenido, sereno y muy elegante.
Se alimenta de gusanos, granos, frutas y
algunos vegetales.
Tiene muchas características parecidas a la
golondrina. Como esta ave, llega en primavera, para
buscar en invierno los climas templados.
Los guaraníes la llaman jhuguay-yetapá (jhuguay:
cola; yetapá: tijera).
|
Estas
leyendas fueron adaptadas de la Biblioteca "Petaquita
de Leyendas"
|