La
leyenda de Ka’a
de
"Mitología Guaraní" de Jorge Montesino (Paraguay)
Sentada
sobre el borde rocoso del arroyo una bella joven juega metiendo sus pies
en el agua. Las gotas que levanta vuelven al cauce más brillantes que
antes, como tocadas por una varita mágica. Un ave de blanco plumaje bebe
a orillas del arroyo. La muchacha observa al ave.
El
tiempo parece inexistente a esta hora de la tarde. Nadie más se ve en las
inmediaciones. El pájaro bebiendo a sorbos pequeños, picotea el agua. Ka’a
juega con el agua. Los pies de la niña y el agua del arroyo son lo único
móvil. No hay una gota de viento. Las plantas parecen expectantes.
Del
otro lado del arroyo una enmarañada vegetación de verdes fulgurantes. De
este lado, las piedras y una amplia extensión de doradas arenas. La
tierra parece detenerse a observar la imagen de la chica en el arroyo. De
la espesura surge de pronto una pequeña caravana. Va encabezada por un
hombre joven, alto y altivo.
Ka’a
nota a la caravana porque un momento antes de aparecer, el ave levanta
vuelo asustada dejando en el aire un graznido que ahora flota sobre la
cabeza de quienes van cruzando el arroyo sobre las piedras. El hombre que
encabeza la caravana llama la atención de Ka’a.
Es alto y fuerte. Su mirada está clavada en algo con fijeza, pero Ka’a
no sabe precisar dónde. Su mirada resulta irresistible para la joven que
con los pies en el agua observa a los forasteros. Ninguno de ellos parece
percatarse de la presencia en la costa. Pasan muy cerca de donde está Ka’a
pero nadie dirige un saludo ni una mirada. Los largos pasos del hombre se
adentran en un estrecho sendero y se pierden en un recodo.
Más
tarde, Ka’a vuelve a la aldea
y cuando cae la noche procura descansar. La fiera mirada del forastero que
ha visto durante la tarde le inquieta. Ha perdido su habitual
tranquilidad. Hay una vibración extraña en la joven. Nunca se ha sentido
de esa forma. Da vueltas en su hamaca sin poder conciliar el sueño
durante horas. Cuando la noche ya está muy avanzada el sueño la vence y
cae en una especie de sopor. En sueños los negros ojos del forastero le
calan el corazón.
El
sol alarga su luminoso cuerpo cuando Ka’a
despierta. Despierta posiblemente al escuchar una voz desconocida. Su
padre conversa con alguien. Ka’a se
queda quieta en su hamaca. Su padre conversa con el hombre de la caravana.
Y el hombre al que ahora puede ver de cerca está relatando los objetivos
que lo han traído hasta las tierras de Ka’a.
“Como
avare mbya tengo la misión de
recorrer estas tierras en busca de una gran ofrenda para el templo de Mbaeveraguasu.
Es bien conocida la riqueza en metales preciosos que se da en estas
tierras y los mbya queremos
recorrerla sin chocar con nadie”.
“Délo
por hecho”, contestó secamente el padre de Ka’a.
Ka’a
no pudo evitar la fascinación que la mirada de aquel joven sacerdote
despertaba en ella y estuvo viéndolo a través del tejido de la hamaca en
la que, ya despierta procuraba ni siquiera respirar para que nadie
advirtiera su presencia. En aquella incómoda posición, Ka’a
recordó todo lo que de los mbya
había escuchado en el pasado. Decían que se creían insuperables y que
ningún mbya, mucho menos los avare,
se casaban con gentes de otras tribus. Tan elevado era el amor propio de
los mbya. Ka’a
se dijo para sí misma que eso a ella no debía importarle, puesto que
intentaría conquistar a aquel que estuvo mirándola y entró en sus sueños
toda la noche.
El
avare se despidió del cacique
diciéndole que durante aquel día andaría observando los alrededores sin
alejarse mucho. Ka’a que era
toda oídos se levantó ni bien el sacerdote se hubo retirado del lugar y
anduvo recorriendo los alrededores de la aldea con la esperanza de
encontrarse con aquel que había venido a visitarla en sueños.
Anduvo
así durante varias jornadas y muchas fueron las veces en que los jóvenes
cruzaron sus miradas. Ka’a sentía
el ardor del avare. Lo notaba
en las cosas imperceptibles y misteriosas que sólo se dan a conocer
cuando el amor despierta. Varias veces se cruzaron en el bosque y en los
arroyos, el avare y los suyos
buscaban piedras preciosas. Ka’a
buscaba al sacerdote.
Una
tarde sombrìa Ka’a se enteró
de que el avare volvería a su
pueblo. El dolor atravesó el corazón de la joven. Ante la posibilidad
cierta de perderlo para siempre, Ka’a
salió en busca del avare a quien pensaba manifestar su amor.
Ka’a
marcha decidida. Dispuesta a usar todas las armas de la seducción para
despertar la pasión que intuye escondida en el alma del sacerdote mbya.
Una extraña fuerza gobierna cada paso de la muchacha que avanza hacia el
arroyo como si supiera que allí va a encontrarse con el avare.
Ka’a
está frente al hombre.
Todo
indica que será correspondida. El mbya
siente que su sangre hierve. Se reprime. Lucha contra sus propios
sentimientos. Lucha contra la pasión que le inunda el cuerpo.
El
ascetismo contra la pasión.
Despiadada
es la lucha en el interior del hombre que, por un lado está enceguecido
de amor por la joven y por el otro tiene una misión que cumplir para la
cual ha sido adiestrado durante largo tiempo. Ka’a
baja hasta la arena y danza para el avare.
Su cuerpo se mueve con gracia despertando cada vez con más intensidad el
deseo del avare.
Ahora
Ka’a se desliza a través de
las piedras. Se acerca al hombre. Le confiesa su amor. Lo abraza. Hay un
momento que se hace eterno cuando las palabras de Ka’a se enredan en los
vestidos del sacerdote. Es en ese instante eterno cuando el ascetismo
aprovecha la distracción y aniquila a la pasión. El joven sacerdote toma
el hacha de piedra que lleva consigo y sin pensarlo ni una sola vez la
azota sobre la cabeza de Ka’a
que se desploma sin un solo quejido. La sangre de la joven mancha la
piedra. El mbya sin siquiera
mirarla guarda su arma y se marcha dando la espalda a la pasión y al amor
para siempre jamás.
Han
pasado los años.
El
dolor de la tribu por la muerte de Ka’a
ya casi no se recuerda.
Un
viejo sacerdote mbya llega
hasta aquella aldea. Viene el hombre con la espalda doblada por los años.
Viene el hombre cargando el peso de la muerte de la pasión en su alma. Se
detiene en aquella piedra junto al arroyo. Se sienta allí a descansar. Un
arbusto de hojas desconocidas para el sabio sacerdote le brinda su fresca
sombra en la tórrida tarde de verano. De las brillantes hojas del arbusto
se desprende un aroma que le lleva a tomar unas cuantas hojas y
masticarlas. El jugo de las hojas penetra en su cuerpo como un elixir de
vida. Ya no hay dudas, el viejo sacerdote ha venido a encontrarse con su
último momento al único sitio donde conoció la vida con plenitud. Allí
donde en sus años de juventud perdiera la posibilidad del amor de una vez
y para siempre. El mbya siente
que viaja hacia el amor. La
yerba que ha probado por primera vez no es sino la encarnación de aquella
dulce joven que le confesara su amor. Ahora el avare
viaja su viaje infinito y último para reunirse con su amada. Lleva en su
boca el recio sabor de la yerba mate.
Hace muchos,
muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no
había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas)
uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió
mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá
un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma
humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.
Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de
color rojizo.
Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá
encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.
Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y
contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas
del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que
aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose
unos a otros.
En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese
cambiado su modo de vivir.
Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo)
apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para
defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero
en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar
saltaron algunas chispas.
Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el
hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a
repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que
siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió
el fuego.
Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí
(cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo
qué hacer con él.
Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió
arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un
olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había
equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a
Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.
Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían
sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para
comer.
La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su
inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les
sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques
de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza.
Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído
posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor
destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería...
todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.
Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos
contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se
alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que
la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para
vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de
Pitá y de su familia.
Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para
que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y
bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande
y debían sufrir las consecuencias.
El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran
que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse
los unos a los otros.
El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes
negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de
rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo
como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos
vieron en esto un mal presagio.
Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.
Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque,
un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.
Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.
Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro
del bosque. Allí les habló de esta manera:
Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de
él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó
hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la
codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar
por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz
entre vosotros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!
Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un
abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban
perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en
un tallo que crecía y crecía ...
Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas
moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo
su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá
(rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la
unión y la paz entre los hermanos.
Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben
vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL
BOSQUE".
Recopiladoras de "Petaquita de Leyendas" , Ed. Peuser.
|