El Ceibo, también
denominado seibo, seíbo, o bucare, es la Flor Nacional de la República
Argentina. Esta elección surgió en las primeras décadas del siglo XX,
después de muchas discusiones y controversias, pero finalmente, el 23 de
diciembre de 1942, el Poder Ejecutivo Nacional, mediante el Decreto Nº
138.974, consagró oficialmente, el ceibo como la Flor Nacional
Argentina.El Ceibo es un árbol originario de América, de la zona
subtropical, no muy alto, de tronco retorcido, pertenece a la familia de
las leguminosas, por lo que las semillas se guardan en vainas encorvadas.
Sus flores son rojas, de un rojo carmín.Crece en las riberas del Paraná
y del Río de La Plata, pero se lo puede hallar en zonas cercanas a ríos,
lagos y zonas pantanosas a lo largo del país.La madera de ceibo es muy
liviana y porosa, y se la utiliza para la construcción de balsas,
colmenas, juguetes de aeromodelismo.Su presencia en parque y jardines
argentinos, pone una nota de perfume y color. Y el admirador evita
arrancar sus flores, debido a que sus ramas poseen una especie de
aguijones.
Cuenta la leyenda que
en las riberas del Paraná, vivía una indiecita fea, de rasgos toscos,
llamada Anahí. Era fea, pero en las tardecitas veraniegas deleitaba a
toda la gente de su tribu guaraní con sus canciones inspiradas en sus
dioses y el amor a la tierra de la que eran dueños... Pero llegaron los
invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca,
que arrasaron las tribus y les arrebataron las tierras, los ídolos, y
su libertad.Anahí fue llevada cautiva junto con otros indígenas. Pasó
muchos días llorando y muchas noches en vigilia, hasta que un día en
que el sueño venció a su centinela, la indiecita logró escapar, pero
al hacerlo, el centinela despertó, y ella, para lograr su objetivo,
hundió un puñal en el pecho de su guardián, y huyó rápidamente a la
selva.El grito del moribundo carcelero, despertó a los otros españoles,
que salieron en una persecución que se convirtió en cacería de la
pobre Anahí, quien al rato, fue alcanzada por los
conquistadores. Éstos, en venganza por la muerte del guardián, le
impusieron como castigo la muerte en la hoguera.La ataron a un árbol
e iniciaron el fuego, que parecía no querer alargar sus llamas hacia la
doncella indígena, que sin murmurar palabra, sufría en silencio, con
su cabeza inclinada hacia un costado. Y cuando el fuego comenzó a
subir, Anahí se fue convirtiendo en árbol, identificándose con la
planta en un asombroso milagro.Al siguiente amanecer, los soldados se
encontraron ante el espectáculo de un hermoso árbol de verdes hojas
relucientes, y flores rojas aterciopeladas, que se mostraba en todo su
esplendor, como el símbolo de valentía y fortaleza ante el
sufrimiento.
Tomada de la narración
oral.
Otra
Versión de la Leyenda
de la Flor de Ceibo
Cuenta
la leyenda que esta flor es el alma de la Reina India Anahí, la más
fea de una tribu indomable que habitaba en las orillas del Río
Paraná.Pero Anahí tenía una dulce voz, quizás la más bella oída
jamás en aquellos parajes, además era rebelde como los de su
raza y amante de la libertad como los pájaros del bosque.Un día
fue tomada prisionera, pero valiente y decidida, dio muerte al
centinela que la vigilaba.En ese mismo momento, quedó sellado su
destino para siempre: condenada a morir en la hoguera, la noche
siguiente, su cuerpo fue atado a un árbol de la selva, bajo y de
anchas hojas.Lentamente, Anahí fue envuelta por las llamas. Los
que asistían al suplicio, comprobaron con asombro que el cuerpo
de la reina india tomaba una extraña forma, y poco a poco se
convertía en un árbol esbelto, coronado de flores rojas.Al
amanecer, en un claro del bosque, resplandecía el ceibo en flor.
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En Paraguay está la
leyenda hecha canción:
ANAHÍ (CANCIÓN PARAGUAYA)
(Leyenda de la flor del
ceibo)
Anahí...
las arpas dolientes hoy lloran arpegios que son para ti
recuerdan a caso tu inmensa bravura reina guaraní,
Anahí,
indiecita fea de la voz tan dulce como el aguaí.
Anahí, Anahí,
tu raza no ha muerto, perduran sus fuerzas en la flor rubí.
Defendiendo altiva tu indómita tribu fuiste prisionera
Condenada a muerte, ya estaba tu cuerpo envuelto en la hoguera
y en tanto las llamas lo estaban quemando
en roja corola se fue transformando...
La noche piadosa cubrió tu dolor y el alba asombrada
miro tu martirio hecho ceibo en flor.
Anahí, las arpas, dolientes hoy lloran arpegios que son para ti
recuerdan a caso tu inmensa bravura reina guaraní,
Anahí,
indiecita fea de la voz tan dulce como el aguaí.
Anahí, Anahí,
tu raza no ha muerto, perduran sus fuerzas en la flor rubí.
LEYENDA GAUCHA
EL CHINGOLO
Dicen que el chingolo, el pájaro
que anda a saltitos, y silba al cantar, tiene su historia.
¿Sabéis cuál es? Hela aquí: Un viejo tropero decíale siempre
a su hijo:
-Hijo mío, has nacido gaucho como tu padre y tu abuelo. Debes
ser también, como ellos, un buen tropero... Sí, tropero... que es
oficio de gaucho guapo y de ley. De día, silbando, silbando, se lleva
la tropa de aquí para allá; de noche, cantando y mirando hacia el
cielo, se cuida el ganado bajo las estrellas.
Pero al hijo no le gustaba el trabajo, y menos aún el oficio que
su padre le daba.
Y el padre, empeñado en que su hijo fuera tropero como él,
trataba de hacerlo entrar en razón con consejos unas veces, con
castigos otras. Pero todo resultaba inútil: el hijo no cedía. No le
gustaba la ocupación, y si alguna vez acompañaba a su padre, lo hacía
con gran desgano y con mayor disgusto.
Sucedió que una tarde, padre e hijo iban arreando una tropa y
tuvieron que vadear un río de torrentosa corriente.
Llegados a un paso muy hondo, los animales comenzaron a
dispersarse. El viejo tropero ordenó a su hijo que impidiese el
desbande.
Tan mal cumplió el hijo la orden del padre, que éste decidió
hacerlo por sí mismo. Internó su caballo en la hondura del río, y
como allí había un remolino, la fuerza del agua lo arrastró bien
pronto. No pudiendo nadar porque la resaca y la espuma lo envolvían,
murió ahogado el viejo tropero.
Lloró el hijo la muerte de su padre. Consideróse culpable de
ella y comenzó a sentir un arrepentimiento profundo y un pesar muy
grande.
Queriendo tranquilizar su conciencia y pagar el mal que había
hecho, decidió hacerse tropero. Así creía poder consolarse de la pena
que lo embargaba.
El muchacho se hizo tropero. Comenzó a encariñarse con el
oficio; trabajaba en él con alegre afán.
Silbaba de día mientras arreaba la tropa; o haciendo la ronda,
cantaba de noche "mirando hacia el cielo".
El silbido del tropero era más bien el suspiro de una alma que
espera consuelo para su pesar.
Pero el consuelo no llegó nunca; y la calma del joven tropero se
convirtió en tormento.
-¡Pobre padre! -pensaba- ¡No se cumplirán nunca sus deseos de
hacer a su hijo un gaucho tropero!...
Agobiado por el dolor y el arrepentimiento, confióle al fin su
tristeza a un amigo, diciéndole:
-La pena me tortura y no puedo resistirla. Pronto he de morir.
Cuando mis huesos queden libres, arrójalos uno a uno a los pasos o
vados de los ríos y arroyos por donde he pasado cuando acompañaba a mi
padre, con gran desprecio del trabajo y mala voluntad para cumplirlo.
Prometióle el noble amigo satisfacer su pedido, y después de un
tiempo, así lo hizo.
Dicen que el agua fue gastando poco a poco los huesos del tropero
arrepentido, y que después de largos años, fueron esos huesos tomando
la forma de huevos.
Dicen también que de cada uno de esos huevos nació un pajarito.
Ese pajarito es el chingolo. Anda a saltitos para recordarnos que
aquel hijo que no amaba el trabajo y que desobedeció a su padre, no
pudo llegar a ser feliz.
Silba cuando canta, porque el tropero silba y canta de día y de
noche azuzando la tropa en la soledad de los campos.
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