ketré
witrú lafquén
LEYENDA
ARAUCANA
- (La Laguna del Caldén Solitario)
-
- Los componentes de la tribu
del cacique Tranahué, montados en sus caballos, cruzaban la extensión arenosa.
- Corrían en tropel
manejando a las bestias con habilidad consumada, montados en pelo
y formando, jinete y cabalgadura un todo indivisible.
- Volvían luego de haber realizado
un malón a las estancias próximas y transportaban el botín,
conquistado entre gritos destemplados y carreras locas.
-
- Como de costumbre, los
hombres, montados
en sus caballos, habían atacado a los pobladores con sus lanzas
y boleadoras, mientras las mujeres y los muchachos indios, que
siempre marchaban detrás, en el momento del asalto, habían entrado
a las habitaciones, apoderándose de todo cuanto encontraron
a mano. Confiados y contentos cruzaban el arenal cuando tuvieron
una sorpresa por demás desagradable.
- Conocedores del lugar y de
las costumbres, y poseedores de una gran agudeza visual, no pasó
inadvertida para ellos una nube de polvo que se levantaba en la lejanía
y que se dirigía a su encuentro.
- Era un tropel de jinetes que se
acercaban. Debían ser, sin duda, de la tribu de Cho-Chá, el temido
cacique que venía a atacarlos.
- Tranahué dio las órdenes
necesarias para ponerse en guardia. Sus acompañantes se dispusieron a
la defensa.
- Los indígenas de pronto
estuvieron sobre ellos con la fuerza de sus lanzas de caña tacuara y
la ferocidad de sus instintos.
- Su propósito era apoderarse
del botín logrado en el malón por sus tradicionales enemigos.
- Se trabaron en lucha feroz.
Los atacantes, más fuertes y numerosos, consiguieron vencer, huyendo
con los animales robados a la tribu enemiga.
- En el campo había quedado
el cacique Tranahué malherido y desangrándose. Con él, devorados
por la fiebre, muchos heridos a los que era necesario socorrer.
- El sitio en que se hallaban,
inhóspito y solitario, los obligaba a salir cuanto antes de él.
- Anduvieron en busca de un
lugar propicio, reparado; pero ni un árbol, ni un asilo donde
cobijarse.
- Tranahué
se quejaba y sus labios resecos se abrían para pedir:
- - ¡A...gua...! ¡A...gua...!
- Pero el agua no existía en
los alrededores. Ni un riacho, ni una vertiente, nada que les
proporcionara el líquido anhelado.
- Siguieron andando. El
paisaje era desolador como antes. Continuaban sin encontrar
agua, ni reparo, ni sombra.
- Peuñén,
la esposa del cacique, que marchaba a su lado enjugando su frente y
restañando sus heridas, viendo desfallecer a su esposo, propuso a los
guerreros detenerse e invocar al Gran Espíritu para que los guiará a
un lugar propicio.
-
- Los heridos, mientras tanto,
vencidos por la fiebre y la sed, pedían sin cesar:
- - ¡A...gua..:! ¡A...guá...!
- Conforme a los deseos de Peuñén
que todos juzgaron acertados, se llamó a la machi para que preparara
las rogativas.
- El sacerdote indígena, el
Ngen-pin, presidió la ceremonia. Todos quedaron bajo sus órdenes.
- Los
que estaban en condiciones de hacerla, danzaron alrededor del fuego
sagrado, mientras los heridos, en pedido angustioso, no cesaban de
clamar:
- - ¡A...gua...! ¡A...gua...! La
luna y las estrellas, desde lo alto,
eran mudos testigos de tanta desesperanza y de tanta angustia.
- La ceremonia tuvo fin cuando
el sol, apareciendo por oriente, envió sus rayos a las arenas
calcinadas.
- Extendieron su vista en
derredor y allá, en la lejanía, como en una bruma gris, creyeron
vislumbrar una esperanza.
- Volvieron a mirar usando sus
manos a modo de pantallas para defenderse del fuerte resplandor del
sol que les impedía ver con claridad, y ya no hubo duda para ellos.
- Un
grito de júbilo acompañó el descubrimiento: a lo lejos, como una señal
de que sus súplicas habían sido oídas. distinguieron una cadena de
médanos.
-
- La machi confirmó la
suposición: -¡Médanos... a lo lejos! Eso indica que en el lugar hay
agua dulce donde saciar la sed. ¡Marchemos hacia allá!
- Obedecieron
impulsados por la desesperación y alentados por la esperanza y hacia
allí dirigieron la marcha con la rapidez que el estado de los heridos
requería. Tranahué había caído en un sopor del que sólo salía
para pedir suplicante:
- - ¡A...gua...! ¡A...gua...!
- Llegaron hasta los médanos
pero, contra toda suposición, allí no había agua. Sólo crecía un
enorme caldén, un ketré witrú que les dio esperanzas, pues todos
conocían la virtud de este árbol cuyo tronco hueco retiene el agua
de las lluvias, y desde el primer momento los cobijó bajo sus ramas
defendiéndolos del fuerte sol de la pampa.
- Allí y con cuidado
acostaron al cacique y a los heridos que, bajo el follaje acogedor,
descansaron tranquilos, atendidos por las mujeres que no dejaron de
prodigarles los cuidados que les fue posible.
- Esta vez las esperanzas no
fueron vanas. Uno de los guerreros de Tranahué, con su lanza de
tacuara abrió un tajo en el troncó del caldén, del que comenzó a
brotar agua pura y fresca.
- Gritos de alegría saludaron
al líquido tan deseado y después de dar de beber al cacique y a los
heridos , todos se abalanzaron a beber... a beber con avidez. El agua
seguía manando de la herida abierta en el tronco del árbol solitario
y quedaba depositada al pie, acumulándose en una depresión del
terreno.
- Volvieron a reunirse en
ceremonia los vasallos de Tranahué; pero esta vez fue el
agradecimiento al Gran Espíritu, que había escuchado sus ruegos, el
motivo de la celebración.
- Por fin el cansancio los
venció, se echaron bajo las ramas del gran árbol solitario, y
mecidos por el ruido del agua que continuaba cayendo, quedaron
profundamente dormidos. A la mañana siguiente, él sol llegó a
despertarlos. Uzi fue el primero en ponerse de pie y el primero en
lanzar una exclamación de sorpresa.
- Un espejo de plata, entre
los médanos, donde se reflejaba todo el oro del sol, hirió su vista
- El
agua que guardara el caldén durante tanto tiempo había continuado
cayendo toda la noche cubriendo una gran extensión de terreno y
formando una laguna de agua clara y potable, que aparecía ante todos
como una bendición. Uzi, impresionado aun ante la maravillosa visión
, exclamó: -¡Ketré Witrú Lafquén! (¡La Laguna del Caldén
Solitario!) Así la llamaron desde entonces. El caldén seguía
erguido, ofreciendo el asilo de sus ramas generosas. La herida del
tronco se había cerrado ya, una vez cumplida con creces la misión
que le encomendara el Gran Espíritu. Merced al líquido providencial
y a los cuidados prodigados, Tranahué curó de sus heridas y recobró
la salud perdida. Reinó sobre sus súbditos como lo hiciera hasta
entonces. Vueltos a la normalidad, el cacique decidió retornar con la
tribu a sus dominios abandonados durante tanto tiempo, pero los
principales jefes, interpretando el sentir de los vasallos de Tranahué,
agradecidos al kétré witrú, pidieron al cacique que se levantaran
allí los toldos, en el lugar donde habían salvado sus vidas juntos a
la Ketré Witrú lafquén que les prometía campos fértiles y
abundante alimento.
-
- Convencido Tranahué de la
razón invocada por su pueblo y agradecido él mismo al solitario caldén,
accedió al pedido que se le hacía y allí, al amparo de los médanos,
junto a la Ketré Witrú Lafquén, levantaron su toldería que
ocuparon desde entonces.
- Esa fue, según los
araucanos de La Pampa, el origen de la Laguna del Caldén Solitario.
-
- REFERENCIAS
- Dice el señor Lindolfo Dozo
Lebeaud con respecto a la Laguna del Caldén Solitario:
- Ketré Witrú era el nombre
de un paraje donde el coronel Manuel J. Campos, al mando de las
fuerzas expedicionarias procedentes del fortín Kar-We, fundó el
pueblo de General Acha - 12 de agosto de 1862-, primitiva capital de
la entonces Gobernación de La Pampa.
- La cadena de médanos a que
se hace referencia en la leyenda y junto a la cual crecía el
solitario caldén, fue arborizada tiempo después por iniciativa del
mismo militar, formando el Valle Argentino.
- La Laguna del Caldén
Solitario es conocida hoy en día con los nombres de Laguna de General
Acha o Laguna del Valle Argentino.
- VOCABULARIO
-
TRANAHUÉ:
Martillo.
KETRE
WITRÚ: Caldén aislado, solitario.
CHO-CHA:
Víbora.
PEUÑÉN:
Primavera.
UZI:
Veloz.
NGEN-PIN:
Dueño de 1a palabra.
KETRE
WITRV LAFQUEN: Laguna del Caldén Solitario.
MACHI:
Hechicera, curandera.
LEYENDA
CALCHAQUÍ
EL
CARDENAL
Cuando el añil y el rojo, el amarillo y el anaranjado, tiñeron
el cielo y el cerro con los colores del crepúsculo, pintando
con tonos de incendio las talas, los mistoles, las jarillas,
los algarrobos y los guayacanes, los guerreros de Pusquillo,
el valiente cacique calchaquí, descendían por los senderos
de la montaña abrupta.
La brisa suave del atardecer llevaba hasta el valle el
perfume de la jarilla, del ucle y de la flor del aire.
La distancia que separaba a aquellos hombres de su
aldea indígena era grande aún. Tendrían que caminar toda la
noche para llegar antes del amanecer.
El sol terminó de ocultarse por completo en occidente
y el cielo perdió los brillantes colores que le prestaban sus
rayos.
Comenzó a oscurecer.
Por oriente apareció la luna iluminando con luz tenue
la bóveda azul.
Apuraban el paso los guerreros indígenas aprovechando
la claridad de la noche de luna, que les permitía marchar con
seguridad por los peligrosos senderos de la montaña.
Llegaron al bosque. El verde de los añosos chañares,
de las talas espinosas, de los yuchanes de amplia copa, de los
viejos algarrobos, se intensificaba al ser alcanzado por los
rayos de la luna que, al filtrarse por entre el follaje,
dibujaban en la tierra caprichosas figuras de plata.
Entraron al bosque los guerreros de Pusquillo.
Marcharon por estrechos senderos acompañados por el
misterioso rumor de la selva, por el suave rozar de las alimañas
que la pueblan, por el vuelo de algún pájaro cuyo sueño
interrumpió el paso de los intrusos...
Un deseo los animaba: llegar cuanto antes a su
pueblecito del valle de donde salieran hacía ya cuatro lunas.
Marchaban callados. Sólo se oían sus voces cuando
alguno de ellos, advertido de algún peligro, daba el alerta a
los demás.
Al frente iba Ancali, el hijo mayor de Pusquillo,
valiente como él y como él querido y respetado por su
pueblo.
Llegaron a un claro del bosque. Ancali se detuvo de
improviso, indicando a los demás, con un gesto, que
suspendieran la marcha. Su mirada sorprendida estaba fija en
una figura extraña que su sagacidad había descubierto.
Se acercó a ella con toda precaución temiendo que se
desvaneciera, y pudo comprobar que era real. Una hermosa
joven, recostada contra un corpulento pacará, dormía plácidamente.
Un rayo de luna iluminaba su rostro pálido, y arrancaba
destellos de plata de la túnica con que cubría su esbelto
cuerpo. En su regazo descansaba un manojo de rosadas flores de
samohú cuyo perfume tenue percibieron los recién llegados.
Rumores de admiración de sus compañeros escuchó
Ancali. Se acercó sigiloso para no despertar a la niña y,
cuando se hallaba cerca, no pudo reprimir su entusiasmo:
-¡Acchachay! -exclamó muy bajo.
Como al conjuro de una orden misteriosa, despertó la
joven y al verse rodeada por desconocidos, los miró azorada.
Se levantó con presteza y su mirada sorprendida se fijó en
Ancali, alto, fornido, de rostro recio y expresión cordial
que en ese momento con voz afable le preguntaba:
-¿Quién eres y qué haces en los dominios de
Pusquillo?
-Soy Vilca, hija de Chasca y de Mama Quilla. Mi madre
me envía a la tierra para que siembre bondad entre los
hombres -respondió la niña con dulce voz y expresión
humilde.
Era tanta su belleza, tanta sumisión había en el tono
y tanta ternura en las palabras, que Ancali se sintió atraído
por la desconocida. Siguiendo un impulso generoso le ofreció:
-Ven a la tribu de mi padre donde serás bien recibida.
Ven con nosotros...
Un rayo de luna dio de lleno en el rostro de Vilca.
Ella, entonces, creyendo ver en el hecho una demostración de
la conformidad de Mama Quilla, su madre, aceptó agradecida.
Se unió a los guerreros y al frente del grupo, al lado
de Ancali, marchó por el sendero del bosque entre lianas y
plantas trepadoras que caían desde las ramas de los árboles
semejando cascadas de verdura.
La calma era total. De improviso, un lamento extraño,
doloroso, surgido del interior del bosque cruzó el aire
sobrecogiendo de espanto, con el maléfico augurio de su
grito, al grupo que marchaba desprevenido.
-¡El alilicucu! ¡El alilicucu! -dijeron en voz baja
los guerreros de Pusquillo, capaces de las proezas más
inverosímiles, pero que temían como si fueran niños los
misterios que consideraban sobrenaturales.
Un nuevo lamento agudo y desesperado hendió el aire y
otra vez se oyó como un murmullo, el temor pintado en cada sílaba:
-¡El alilicucu! ¡El alilicucu!
Al mismo tiempo, un solo pensamiento dominó a todos:
"¿Qué desgracia presagian los gritos de esa ave
nocturna que nadie ha podido ver, pero que a todos causa
terror?" "¿Qué nos irá a suceder??
Atemorizados, como bajo el peso de un vaticinio
funesto, cruzaron el bosque.
Cuando por fin salieron de él, el valle dormido les
devolvió la tranquilidad perdida. La luna bañó con su luz
de plata el sendero que debían recorrer...
Hicieron el camino bajo un cielo sembrado de estrellas.
Llegaron a los toldos cuando el lucero del alba
brillaba con luz intensa en el firmamento. El sol asomó por
oriente y las nubes se tiñeron de lila y de oro. Del bosque,
convertido por influjo de la aurora en sonora caja musical,
llegaban el trino alegre de los pájaros y el arrullo tierno
de las palomas que despertaban con la naturaleza.
La brisa traía de la sierra esencias de tomillo y de
azahar.
La vida recomenzaba. En la toldería fácil era
comprobarlo. Todos estaban en movimiento. Madrugadores por
naturaleza, los primeros rayos del sol marcaban el comienzo de
la actividad diaria y desde ese instante cada uno cumplía con
la tarea que tenía señalada.
Ancali y sus compañeros fueron recibidos con alborozo.
Los cazadores se despojaron de armas y flechas
entregando a sus familiares el producto de tantos días
dedicados a la caza: venados, guanacos, suris, plumas vistosas
de raro colorido, pieles de jaguar...
Vilca, mientras tanto, permanecía ignorada. Nadie había
reparado en ella. Junto a un arrayán florecido era muda
espectadora de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
De improviso oyó, a su lado, una voz que le
preguntaba:
-¿Quién es la imilla que con asombro asiste a la
llegada de nuestros cazadores?
Dióse vuelta la niña y vio, junto a ella, a un
hombre de cierta edad, de tez cobriza, cabello lacio y mirada
penetrante. Llevaba en su cabeza una toca redonda que caía
hacia la espalda en un pliegue de forma triangular. Era la
tanga usada por los hechiceros.
Segura, por este hecho, de que se hallaba ante uno de
ellos, iba a responderle, cuando oyó al desconocido que, al
tiempo que clavaba su vista penetrante en ella, sonriendo volvía
a preguntarle:
-¿Quién eres, extranjera? ¿De dónde vienes?
-Soy Vilca -respondió medrosa-. Soy la hija de Quilla
y de su reinado vengo.
-¿Cómo llegaste hasta los dominios del gran cacique
Pusquillo? -inquirió curioso el hombre.
-Los cazadores me encontraron en el bosque y con ellos
he venido...
En ese instante, del grupo de cazadores se separó uno
de ellos. Era Ancali, que con un precioso manojo de plumas de
ave del paraíso se dirigía hacia donde se hallaba la
extranjera.
Asombrados miraron todos al hijo del cacique, y su
sorpresa fue mayor cuando distinguieron a la desconocida que
conversaba con Suri, el hechicero.
Llegó Ancali hasta ella y ofreciendo a Vilca las
hermosas plumas, la invitó:
-Toma, Vilca... Adorna tus cabellos y acompáñame. Mi
padre, el cacique Pusquillo, quiere verte. Ven.
Obedeció la niña y pocos momentos después se hallaba
ante el cacique quien, ganado por su simpatía y por su
hermosura, la recibió afable y cariñoso considerando de buen
augurio que Quilla, la reina de la noche, se hubiera dignado
enviarles una hija suya.
Mientras tanto Suri, el hechicero, despechado por lo
que él consideró un desprecio, al no ser llamado para la
presentación de la extranjera al curaca de la tribu, sintió
por ella, que absorbía la atención de todos, una envidia sin
límites. Sus sentimientos mezquinos lo incitaron a cometer
una injusticia, sintiendo desde entonces una marcada aversión
por la dulce Vilca, ajena por completo a tal sentimiento. La
odió y se prometió hacerle imposible la vida en la tribu
hasta conseguir que la abandonara.
Ignorando tan bajos propósitos y sintiéndose, en
cambio, querida por todos, Vilca era feliz, muy feliz en los
dominios de Pusquillo.
Suave y delicada por naturaleza, se granjeó de
inmediato la simpatía y el cariño de la tribu. Participó de
las tareas de las mujeres y se adiestró en el tejido del
algodón que cosechaban en las extensas plantaciones de la
región, constituyendo una de sus principales riquezas.
Aprendió a hilar la lana y a tejerla.
Esa mañana, muy temprano, Vilca, instalada frente a su
telar, tejía una tela destinada a hacer una túnica por
encargo del curaca, cuando llegó Ancali.
-Buen día, Vilca. ¿Qué tejes tan temprano? -la saludó.
-Buen día Ancali. ¡Qué pronto has vuelto! Tu padre
me ha encargado que teja una túnica de cumbi para enviar a su
Señor.
-Hermoso está quedando tu trabajo, Vilca. Su brillo y
su finura harán que mi padre se sienta orgulloso de
presentarla al Inca.
-Es un placer trabajar con lana de vicuña. La prefiero
a la de guanaco que debo emplear para tejer nuestros vestidos
de abasca, tan burdos y gruesos. Y tú ¿qué traes en tu
llama cargada? ¿De dónde vienes?
-Acabo de llegar de Andalgalá, donde he ido en busca
de anta.
-¿Lo conseguiste?
-¡Ya lo creo! Es metal que abunda en esa región, de
modo que he traído en gran cantidad. Mira la carga de mi
llama y dime si no tengo razón. Voy a descargarla, que el
viaje ha sido largo y el animalito merece descansar; pero
antes quiero darte esto que he traído para ti... -terminó
diciendo, al tiempo que le entregaba un objeto de plata que
Vilca tomó con cuidado.
-¡Oh, Ancali! ¡Qué topo precioso! Es de plata y de
cobre -agregó colocándolo sobre su pecho como deseosa de ver
el efecto que causaba.
Era un disco de metal del que se desprendía un
alfiler.
-¿Te agrada mi regalo?
-¡Tanto...! que espero ansiosa que llegue la primera
fiesta para lucirlo y con él prender mi manta. Eres muy
bueno, Ancali. Muchas gracias
Ninguno de los dos suponía que en ese momento alguien,
oculto muy cerca, observaba la escena con fastidio.
Era Suri, el hechicero, que, despechado y con odio,
murmuró para sí:
"No te ha de durar mucho esta felicidad, Vilca,
ambiciosa. ¿Crees que llegarás a ser la esposa del hijo del
cacique? Ya verás que no podrás lograrlo. Yo lo impediré,
intrusa..."
Ancali, mientras tanto, había ido a descargar su
llama.
De allí volvía cuando lo alcanzó un muchacho que lo
llamaba pues su padre deseaba verlo. Al pasar junto a Vilca,
le dijo:
-Mi padre me llama. En cuanto pueda, volveré. Tengo
deseos de conversar contigo. Hasta luego.
-Hasta luego, Ancali. Aquí estaré esperándote.
No creyó encontrar así a su padre. Estaba muy débil
y su aspecto, su palidez y su falta de energía, decían bien
a las claras que estaba enfermo. Ancali, sorprendido y
ansioso, le preguntó:
-¿Qué te sucede, padre? ¿No te encuentras bien?
-Así es, hijo mío. Las fuerzas me faltan... ¡Me
siento tan débil!
-Pero ¿qué ha sucedido durante mi ausencia? No
estabas enfermo cuando me fui...
-No... Tienes razón. De pronto me he sentido débil...
Las piernas no me sostienen y creo que cada día que pasa
estoy peor. Temo que nuestros antepasados me llamen a su lado
al País de las Almas...
-¡Eso no puede ser, padre! Te habrás descuidado. ¿Tomas
los remedios que te indicó Suri?
-Sí... hijo... sí -balbuceó el viejo curaca.
-No serán suficientes. Si es necesario llamaremos a
otro machi...
-No... No habrá necesidad. Suri me cuida con
esmero. Todos los días a la caída de la tarde y mirando los
últimos rayos esconderse detrás del horizonte, tomo en
presencia del hechicero la poción de hierbas que él prepara
para mí... Pero ya lo ves, nuestros dioses quieren llevarme
de la tierra y yo siento que voy a morir...
-¡No será, padre! ¡Te curarás!
-Se cumplirá la voluntad de nuestros genios tutelares;
pero es necesario estar preparado. Por eso te he llamado,
Ancali. Tú has de sucederme en el poder y no quiero morir sin
que hayas elegido a la compañera de tu vida. Elige entre
nuestras doncellas... Que sea buena y justa como tu madre lo
fue... Sólo así te hará feliz y hará la felicidad de tu
pueblo. Y yo moriré tranquilo...
-Padre, mi elección está hecha y sólo aspiro a tu
aprobación -respondió Ancali-. Quiero a Vilca, padre, y si
no me he animado antes a confesártelo, es que, por tratarse
de una extranjera, temí tu desaprobación. Pero ahora sé que
la quieres y que aprecias sus condiciones. ¿Conscientes,
padre, en que ella y no otra sea mi compañera? Es buena,
justa y humilde. Es la única capaz de hacerme feliz. ¿Lo
consientes padre?
-No sólo lo consiento, sino que lo apruebo, hijo mío.
Vilca es buena y afable y es hija de Quilla. Debemos sentirnos
orgullosos de que nos haya entregado a su hija. Los dioses han
querido favorecernos. Estoy muy contento con tu elección,
hijo... Ve a buscar a Vilca... Quiero que conozca mi aprobación...
Será necesario que la ceremonia se lleve a cabo cuanto
antes... -terminó el curaca, desfallecido.
-No será tan pronto, padre. Antes quiero ir al Nevado
de Pisca Cruz en busca de la raspadura de piedra de la cumbre,
del lugar donde caen los rayos, que curará tus males. Vilca
te cuidará durante mi ausencia y a mi vuelta, cuando te
halles completamente restablecido, me uniré a ella para
siempre. mama Quilla nos protegerá desde el cielo. Voy en
busca de mi novia, padre.
Al salir de la casa, Ancali se cruzó con Suri que
llegaba, como todas las tardes, con la poción destinada a su
padre.
En el horizonte, encendido en fulgores de incendio, el
sol escondía sus últimos rayos.
Corrió Ancali en busca de su prometida. Cuando volvió
con ella, feliz al poder realizar su mayor deseo, la presentó
a su padre.
El anciano se hallaba tendido en el lecho, con los ojos
cerrados, respirando con dificultad.
Desde un rincón en sombras, observaba Suri. Ancali
tuvo un sobresalto. Su padre estaba peor que cuando él lo
dejara hacía unos instantes. Vilca frotó la frente del
anciano con hierbas aromáticas y el viejo cacique abrió los
ojos. Después, con dificultad, levantó una mano y con voz
desfallecida balbuceó:
-Que seáis felices, hijos míos. Que nuestros dioses
os protejan...
Cerró los ojos nuevamente y recostó pesadamente la
cabeza.
Vilca y Ancali se miraron consternados.
El hijo tomó una resolución:
-Quédate con él, Vilca. No te separes de su lado. Yo
corro al Nevado de Pisca Cruz a buscar la piedra que cura...
Al oír estas palabras salió el machi de la sombra y
encarándose con los jóvenes, profetizó:
-Los dioses no están contentos, por eso quieren la
muerte del curaca. Hay en la tribu alguien que provoca la ira
de nuestros antepasados. Alguien a quien debe haber enviado
Zupay... ¡Ten cuidado, Ancali!
Con paso mesurado y una significativa mirada cargada de
odio dirigida a Vilca, salió el hechicero.
-¿Qué ha querido decir el machi, Ancali? ¿Por qué
me miró con encono? ¿Por qué sospecha que soy enviada de
Zupay?
-Nada puedo explicarme -repuso consternado el joven-.
Pero en cambio desconfío... Desconfío de Suri. Sus pócimas
empeoran a mi padre. Creo que en lugar de buscar la salvación
de su vida, trata de darle muerte. Y mi padre, en cambio, ¡confía
en él! ¡Con qué fe sigue sus consejos y toma los brebajes
preparados por él! Yo, por mi parte, he creído comprender
que Suri nos odia... Pero, ¿por qué? -terminó ansioso.
-Ancali... escucha... Nunca quise hablarte de esto
porque no hallé razón para hacerlo. Pero ahora es necesario
que sepas... A quien odia el machi es a mí... Me lo dijo hace
tiempo... para convencerme de que abandonara la tribu... Y me
amenazó con males irreparables... de los que habría de
sentirme culpable... No lo creí. Sin duda ha llevado la
venganza contra tu padre por haberme admitido en sus
dominios...
-¡Cómo es posible! -le interrumpió Ancali
indignado-. ¿Qué razón puede tener?
-Supone que yo, hija de Quilla, poseo facultades
superiores a las suyas y desea arrojarme de aquí. El no ve
con buenos ojos nuestro matrimonio. Cree que es la oportunidad
que busco para ejercer luego mis poderes contra él y quiere
vengarse en ti para que me arrojes de tu lado. ¡No permitas
que continúe atendiendo al cacique!
-Tú confirmas mis sospechas... No abandones a mi padre
mientras dure mi ausencia. Correré tan rápido como el venado
y dentro de dos días, cuando Inti envíe sus rayos más cálidos
a la tierra, estaré de vuelta con la piedra milagrosa que
salvará a mi padre...
Se despidió Ancali y desde ese momento Vilca no se
separó del anciano curaca. Este, agobiado por la fiebre yacía
inconsciente, mientras de sus labios brotaban palabras
entrecortadas pronunciadas en el delirio.
La noche fue terrible. Entre estertores y gemidos pasó
el enfermo sus horas.
Vilca, con el cariño y la suavidad que le eran
propios, cubría la frente ardorosa con hierbas aromáticas.
Un rayo de luna penetraba por la abertura de la
entrada.
A la madrugada creyeron que el enfermo reaccionaba. Su
lucidez era completa y aunque se expresaba con dificultad, sus
ideas eran claras. Llamó a la futura esposa de su hijo para
decirle:
-Vilca, hija... ya puedo llamarte así porque te
considero hija mía... Voy a morir... Lo presiento... Nuestros
antepasados me llaman a su lado y mi hora llega. Haz feliz a
Ancali y dile, cuando llegue, que espero que su gobierno sea
justo... que no descanse hasta lograr la mayor felicidad y el
completo bienestar de su pueblo... Ahora, hija mía, llama a
Llamta. Es el más adicto de mis guerreros. Quiero morir
mirando el cielo... Quiero que me lleven bajo los árboles...
Los deseos de Pusquillo se cumplieron. Entre varios
fornidos guerreros lo transportaron fuera, colocándolo bajo
la sombra de un añoso y corpulento chañar cuyas flores
amarillas caían como lluvia de oro sobre el cuerpo del
cacique.
Rodearon el lecho del enfermo con flechas clavadas en
el suelo para evitar que la muerte pasara.
Luego, el machi, presidiendo las ceremonias para rogar
por la salud del curaca, invocó a Yastay, diciendo con voz
monótona y dolorida:
Yastago, abuelo viejo,
perdone si le han hecho mal,
¡padrecito viejo, kusiya!
De
inmediato, con tutusca y maíz bien yuto, amasaron una figura
de guanaco, lo bañaron en chicha y lo cubrieron con hojas de
coca.
Una vez así preparado, pasaron el pequeño guanaco por
el cuerpo del enfermo haciéndolo con especial cuidado sobre
la cabeza. Limpiaron con cunti la grasitud dejada sobre la
piel del curaca por la figura del animalito, y una vez
cumplido este rito, enterraron al pequeño guanaco en un lugar
cercano a donde se hallaba el cacique moribundo, y lo rociaron
con abundante chicha. Mientras tanto, grandes orgías acompañadas
por cantos y súplicas se realizaban en las proximidades de
este sitio, ofrecidas a los dioses para que tomaran a su cargo
la salvación del enfermo.
Al lado de éste se encontraba Vilca, que, como lo
prometiera, no abandonó un instante al padre de su novio.
En el cielo temblaban las estrellas...
La respiración del viejo curaca era penosa y
entrecortada. De vez en cuando un rictus de dolor se dibujaba
en su rostro. Sus manos se crispaban sobre la manta que lo
cubría, y sus labios resecos balbuceaban apenas:
-Agua...
Vilca, entonces, con suma dificultad lo incorporaba y
valiéndose de un puco le daba de beber.
Así pasó la noche.
Al amanecer, cuando el cielo comenzaba a trocar los
oscuros tintes por los celestes grisáceos de la aurora;
cuando la vida volvía a renacer, el alma del anciano cacique
voló a la región de lo desconocido. Al aparecer los primeros
rayos del sol, abriéndose camino en las tinieblas, Pusquillo
murió.
Al mismo tiempo se oyeron estridentes gritos, alaridos
podría decirse. Eran los súbditos del anciano curaca que así
exteriorizaban su dolor.
Los plañideros contratados para el caso no tardaron en
hacerse presentes, y a poco de llegar dieron comienzo a su
obligación consistente en llantos ruidosos y tristes cantos,
en los que se hacía referencia a las hazañas cumplidas en
vida por el difunto, y se ensalzaba su obra, sus condiciones y
sus bondades.
Cerca del cadáver, en una fogata encendida al efecto,
quemaron hojas que despedían espesas columnas de humo.
Mientras tanto, hombres y mujeres, uniéndose al duelo,
saltaban y danzaban a su alrededor.
Suri, con expresión maliciosa, observaba desde lejos,
comprobando satisfecho el logro de sus deseos. Una parte de su
venganza se había cumplido: el veneno, suministrado
diariamente al cacique en pequeñas dosis, había surtido el
efecto esperado.
Vilca, por su parte, pensaba desesperada en Ancali,
cuyo viaje al Nevado Pisca Cruz resultaba inútil.
El sol, mientras tanto, enviaba los rayos que hacen
madurar la mies y germinar la semilla. Y como siempre, junto a
la muerte, vibraba la vida en un canto de fe y esperanza
infinitas...
Dos días después regresó Ancali. Llegaba triunfante,
después de haber arrancado a la cumbre mágica de la montaña
el remedio maravilloso capaz de devolver a su padre la salud
perdida.
Poco duró la expresión alegre de su rostro. Al
acercarse a los alrededores de su pueblo, fácil le fue
adivinar la tragedia ocurrida durante su ausencia y
convencerse de la inmensa desgracia que lo había alcanzado.
Su padre había muerto. No tenía necesidad de preguntarlo. Lo
leía en los rostros amigos que lo miraban con compasión, en
las bocas cerradas de la tribu que no se animaban a darle la
fatal noticia.
Arrojó Ancali la chuspa que contenía las raspaduras
de la piedra milagrosa y corrió al lugar donde yacía su
padre muerto. Ya no le quedó ninguna duda.
El plañidero coro de las endecheras, con sus cuerpos
envueltos en mantas de colores, continuaba relatando con
cantos y sollozos las hazañas y glorias del difunto, mientras
el resto de los presentes, incansables, seguía acompañando
la ceremonia con danzas, saltos y alaridos de dolor. De vez en
cuando, sobresaliendo del coro, se oía algún grito
estridente destinado a conjurar a Zupay o a Chiqui, que sin
duda rondaban por allí.
Frente al sepulcro preparado, colocadas en palos,
estaban las ovejas asadas de las que se valía el machi para
conocer el destino del difunto en el "país de los
muertos".
Encontró a Vilca, tal como se lo prometiera, junto al
curaca muerto.
Al llegar Ancali, cedió al hijo el puesto que le
correspondía dirigiéndose ella a la orilla del arroyo que,
con sus aguas, fertilizaba el valle. Se sentó en una piedra y
quedó pensativa.
De su abstracción la sacó una voz conocida y
repulsiva que le decía:
-¿Has venido a gozar de tu obra? ¿Tienes ya proyectos
para el futuro?
Era Suri, que con todo cinismo acusaba a la inocente
Vilca de la muerte de Pusquillo.
-¿Mi obra, has dicho? -preguntó a su vez, iracunda,
la doncella.
-Tu obra, ¡sí! En una oportunidad te dije que si no
abandonabas la tribu, la desgracia caería sobre los que te
quisieran, y he cumplido. Hoy vuelvo a decirte: Si no
abandonas estos lugares, te juro que te arrepentirás y cuando
lo hagas, ¡será tarde!
-Nada podrás en contra de mí... Muy pronto seré la
esposa de Ancali y él, como jefe, sabrá dar cuenta de tu
osadía -respondió Vilca indignada.
-Ya sabré impedir que tus planes prosperen -dijo con
sorna el machi, y agregó: Yo indicaré quién ha de suceder
al viejo curaca, y no será por cierto Ancali como tú mal
supones -terminó el malvado hechicero con una mueca desdeñosa.
Suri era muy respetado en la tribu. Los poderes
sobrenaturales que se le reconocían hacían considerarlo un
ser superior enviado por los dioses tutelares. Su palabra se oía
con interés y sus consejos eran seguidos sin discusión.
Valido de estas prerrogativas, el terrible hechicero,
siguiendo un plan trazado de antemano, dejó a Vilca para
dirigirse a la casa de Anca, el más anciano y más respetado
de los que formaban el Consejo de Ancianos, que era el que debía
designar al nuevo jefe de la tribu.
Con palabra persuasiva y acento terminante, como si se
tratara de la más cierta de las revelaciones, le dijo:
-A tu gran sabiduría e inigualada experiencia, quiero
librar el secreto que me han revelado los astros. Una gran
desgracia se cierne sobre nuestra tribu... Horas amargas
tendremos que pasar, pues estamos a merced de una impostora
que miente, diciéndose hija de Quilla para ser admitida con
confianza entre nosotros. Pero mi poder ha descubierto su
superchería y yo puedo decirte, ¡oh gran Anca!, que la
extranjera miente. ¡Es una enviada de Zupay llegada para
labrar nuestra desgracia! Por lo tanto, debe ser condenada a
morir. ¡Si así no lo hiciéramos, los mayores malos acabarán
con nosotros como lo ha hecho con nuestro gran cacique!
Impresionado por tales palabras, apresuróse Anca a
convocar al Consejo de Ancianos que de inmediato resolvió
condenar a muerte a la infortunada Vilca.
Nada se le participó a Ancali, temerosos de que se
opusiera al designio de los astros por salvar a su prometida,
y esa noche, cuando todo era quietud y paz en la tribu, los
que debían hacer cumplir la pena, amparados por la oscuridad
de la noche sacaron a Vilca de la casa donde estaba
descansando y la llevaron a la montaña en la cual le darían
muerte, luego de cumplir ritos establecidos.
Una vez allí, buscaron una piedra alta y angosta a la
cual la ataron.
De inmediato, a cierta distancia esparcieron hierbas
olorosas y, mientras Suri hacía conjuros para alejar a Zupay,
uno de los ancianos encendió las hierbas que desprendieron un
humo denso de olor acre.
La infeliz Vilca gritaba su inocencia y lanzaba
desesperados llamados a su prometido a quien pedía socorro.
La luna, desde el cielo, era mudo testigo de esta
escena desgarradora.
Suri, por el contrario, se sentía muy feliz. Todo
sucedía de acuerdo a sus más íntimos deseos y a sus bien
trazados planes. ¡Por fin iba a lograr la desaparición de la
intrusa!
Sin embargo, no contaba el malvado hechicero con el
cariño y el respeto que sentían por Ancali sus subordinados.
Uno de ellos, joven audaz y valiente era Guasca. Volvía
de acompañar hasta el límite de los dominios de Pusquillo al
cacique de una tribu vecina venido para asistir a las
ceremonias fúnebres del difunto curaca.
Al pasar cerca del lugar señalado para el sacrificio
de Vilca, Guasca, favorecido por la luna que continuaba
iluminando la escena, notó que algo insólito sucedía. Los
angustiosos gritos de la doncella atrajeron su atención.
Se acercó cauteloso tratando de no ser visto y observó.
Reconoció a Vilca, y al oír que se repetían sus
desesperados llamados a Ancali abandonó el lugar, corriendo a
avisar a su jefe.
Pronto estuvo ante él poniéndolo al tanto de lo que
ocurría.
De inmediato partió Ancali al frente de varios
guerreros que no lo abandonaban nunca.
Cuando llegó al lugar del sacrificio, los conjuros y
las ceremonias continuaban. Vilca, desfalleciente, la cabeza
caída sobre el pecho, lloraba su infortunio.
Corrió Ancali a librarla de las ligaduras y cuando ya
la creyó salvada, una lluvia de flechas partió del grupo de
verdugos de la hermosa y dulce Vilca.
Decididos, respondieron al ataque los jóvenes
guerreros de Ancali y cuando descontaban la victoria, un grito
angustioso de éste les indicó que su jefe había sido
alcanzado por alguna flecha enemiga.
Así era en efecto. De la cabeza del intrépido
muchacho manaba abundante sangre que Vilca trataba de restañar
con sus manos cariñosas.
La vida huía por la herida abierta y Ancali comenzó a
desfallecer.
Angustiada, un gemido brotó de la garganta de la
infortunada doncella que se abrazó a su prometido como
queriendo infundirle la energía que le faltaba.
Ese fue el momento que quiso aprovechar Suri para
apoderarse de los jóvenes; pero cuando ya creyó tenerlos a
su alcance, debió sufrir la más cruel de las derrotas.
Los cuerpos de Vilca y de Ancali se achicaron y
perdieron su forma humana tomando, en cambio, las de dos
hermosos pajaritos grises, cuyas cabecitas blancas estaban
adornadas con un llamativo penacho rojo, tan rojo como la
sangre que manaba de la herida que la flecha traicionera causó
a Ancali.
Aun así, Suri quiso tomarlos, pero las dos avecillas,
abriendo las alas echaron a volar hasta posarse, muy juntas,
en la rama de un tarco para entonar desde allí una melodía
muy dulce, conjunción de amor y libertad que pobló los aires
con armonías de cristal.
No desesperó el malvado Suri, y tomando el arco y las
flechas arrojó una a las avecillas. Mas, ¡oh justicia de los
dioses buenos!, la flecha mal arrojada se volvió contra el
hechicero, incrustándose en su corazón y terminando con un
ser tan perverso que sólo causó males entre los que le
rodearon.
Mientras, desde la rama del tarco en flor, llegaba el
canto alegre de las nuevas avecillas...
La luna continuaba enviando a la tierra sus rayos de
plata.
En esta forma, dicen los calchaquíes, nacieron los
cardenales, que así acrecentaron el número de las aves que
regalan nuestra vista y deleitan nuestros oídos con las más
exquisitas melodías.
Referencias
El cardenal es un pájaro de tamaño mediano y de
agradable aspecto que nidifica en los montes.
De plumaje compacto, tiene el lomo de color gris acero;
el pecho y el abdomen, blanco ceniciento; la garganta y la
cabeza, rojo vivo, lo mismo que el penacho de suaves plumitas
en que ésta termina. Una línea blanca separa el rojo de la
cabeza del gris del lomo.
El pico es casi recto, fuerte, con la particularidad de
tener el maxilar superior que sobresale del inferior.
Las alas son estrechas y puntiagudas y la cola, larga y
cuadrada.
Movedizo, ágil y vivaz, es muy cantor. Su canto, en
forma de gorjeos o silbidos, es fuerte y muy agradable, y se
asemeja a los sonidos que brotan de una flauta.
El nido, de paja, plumas y cerda, muy liviano, lo
construye en los árboles y arbustos.
Los huevos son pardo verdosos con pequeñas manchas
blancas.
Habita lugares donde existen plantaciones de árboles y
arbustos.
Se alimenta especialmente de granos; pero come frutas,
hortalizas, insectos y hasta carne.
Los guaraníes lo llaman acá pitá (cabeza roja).
VOCABULARIO
- Pusquillo: Cardón
- Ancali: Hombre
valiente
- ¡Acchachay!: ¡Qué
hermosa!
- Vilca: Ídolo
- Chasca: Lucero
- Mama Quilla: La luna
- Imilla: Doncella
- Tanga: Toca usada por
los hechiceros
- Suri: Avestruz
- Inca: Emperador
- Anta: Cobre
- Machi: Curandero,
hechicero
- Zúpay: El demonio
- Kusiya: Ayúdame
- Llamta: Leña
- Cunti: Lana de alpaca
- Tutusca: Grasa de
pecho de llama
- Yuto: Molido
- Puco: Escudilla
- Chuspa: Bolsa o talega
- Endecheras: Plañideras
- Chiqui: Divinidad de
la fortuna adversa. La Fatalidad
- Guasca: Soga.
Anca: Águila
- Tala, Mistol, Jarilla,
Algarrobo, Guayacán, Chañar, Pacará, Yuchán, Samohú,
Tarco: Nombres de árboles a excepción de la jarilla que
es un arbusto
- Alilicucu: Ave
nocturna cuyo grito como un lamento causa un temor
supersticioso
- Cumbi: Tela muy fina,
generalmente de vicuña, usada para confeccionar la ropa
del Inca y de los nobles
- Abasca: Tela burda
usada en los vestidos de la gente del pueblo
- Topo: Alfiler largo de
plata terminado en uno de sus extremos con un disco
trabajado en el mismo metal o cobre
- Nevado de Pisca Cruz:
Cerro que se halla al norte, cerca de la frontera con
Bolivia
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