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MINAS DEL REY SALOMON

  La denominada «acrópolis» del Gran Zimbabue. La impresionante muralla construida a piedra seca sigue el contorno y las rocas de la formación natural y convenció a los primeros exploradores racistas de que las ruinas no podían ser de origen africano. En la búsqueda de pruebas de la existencia del misterioso pueblo desaparecido que, según se creía, había construido Zimbabue, los primeros aficionados que realizaron excavaciones destrozaron la mayoría de los vestigios que demostraban su filiación africana. El extraordinario templo elíptico situado en el centro del complejo de ruinas pétreas conocido como el Gran Zimbabue. Estos restos fascinaron a los aventureros blancos que los encontraron en el siglo xix y especularon sobre sus orígenes, llegando a la conclusión de que habían sido construidos por un antiguo pueblo de procedencia desconocida. Creyeron que en las ruinas había oro y piedras preciosas, y sir Henry Rider Haggard se inspiró en estas leyendas para escribir un libro de aventuras que tuvo gran éxito, Las minas del rey Salomón (1885). En la ficción, los héroes de Haggard regresan con diamantes; en la realidad, los tesoros son testimonios de gran valor arqueológico.  
  Diseminados por los actuales Zimbabue y Mozambique existen más de ciento cincuenta lugares históricos rodeados de misterio. El más famoso corresponde a las ruinas del Gran Zimbabue, a unos doscientos cuarenta kilómetros al este de la ciudad de Bulawayo. El Gran Zimbabue comprende no menos de veinticuatro hectáreas de impresionantes ruinas, que corresponden a construcciones cuidadosamente realizadas, con gruesos muros hechos a piedra seca que alcanzan una altura de nueve metros. En el centro de este complejo se encuentra el denominado Edificio Elíptico, un gran muro oval con un parímetro de doscientos cincuenta y seis metros, y en su interior los restos de otras construcciones de piedra.
La destrucción de útiles africanos Durante la mayor parte del siglo XIX, el
país de Zimbabue se conocía únicamente por los relatos de viajeros, cazadores y aventureros. Algunos de ellos hablaban de las impresionantes ruinas abandonadas. Para el espíritu visionario de las gentes que colonizaron el sur de Africa, esas ruinas eran indicio de la existencia de un pueblo desaparecido hacía tiempo y que conoció gran esplendor. Mezclados con confusos relatos sobre un imperio nativo cercano —el metabele—, estas leyendas sirvieron de inspiración al novelista Rider Haggard, por ejemplo, para escribir Las minas del rey Salomón. Se sabía que Zimbabue poseía minas de oro abandonadas desde antiguo, y la esperanza de encontrar riquezas minerales empujó al empresario Cecil Rhodes a crear la British South Africa (BSA) Company, que en 1890 se instaló en Mashonalandia, zona en la que se encontraban las ruinas del Gran Zimbabue.
En aquella época, las posturas coloniales eran reacias a aceptar que los nativos africanos hubieran sido capaces de poseer un nivel tecnológico y motivaciones suficientes para construir tales maravillas, y los primeros colonos blancos siguieron pensando que aquellos restos eran obra de una raza superior procedente de otros lugares, quizá los fenicios, cuya cultura ejercía una fascinación casi mística sobre las gentes de la época victoriana. El propio Rhodes estaba convencido de que el Gran Zimbabue era la Ofir bíblica. En 1891, la BSA Company, junto con la Royal Geographical Society, patrocinó una expedición para investigar los orígenes de las ruinas. J. Theodore Brent fue el director de la misma. Brent realizó excavaciones en una amplia zona, llegando a una profundidad de varios metros, pero, aunque descubrió muchos útiles africanos que no apreció por considerarlos «desechos indígenas», no encontró indicios
suficientes sobre el origen del complejo. Intentó establecer una cronología —fechando la construcción en el año 1000 aC aproximadamente— y descartó con poca convicción la posibilidad de que los constructores pertenecieran a un antiguo pueblo de Oriente Medio.
Pruebas de la existencia de objetos de oro Lo que motivaba a Brent era el deseo de conocer, pero no ocurría lo mismo con otros compatriotas de Rhodes, que sólo buscaban su propio provecho. En 1893, la BSA Company declaró la guerra a los matabele y los derrotó, y los vencedores sometieron el país. Un famoso explorador, F. R. Burham, comenzó a excavar en las ruinas de Dhlo Dhlo y encontró más de dieciocho kilos de ornamentos de oro. En el yacimiento de Mundie se hallaron dos tumbas con restos humanos adornados con piezas de este metal, con un peso de casi seis kilos. Se confirmaba con estos hallazgos que en la antigüedad se trabajaba el oro y se calculó que la producción debió alcanzar al menos seiscientos mil kilos. En septiembre de 1895, la compañía concedió permiso para excavar a la Rhodesia Ancient Ruins Ltd. Company. Rhodes, entusiasmado con el Gran Zimbabue, recomendó que el complejo se mantuviera intacto. Sin embargo, la compañía exploró unos cincuenta yacimientos, que vinieron a añadir otros casi veinte kilos de oro el de Dhlo Dhlo y cinco los de Chumnungwa y Mtelegwa. Hasta algunos años más tarde nadie se dio cuenta de los irreparables daños que habían ocasionado aquellas excavaciones realizadas sin ningún tipo de metodología. En mayo de 1902, Richard Hall fue
nombrado conservador del yacimiento del Gran Zimbabue. Dispuesto a llegar a la raíz del misterio, Hall comenzó las excavaciones y llegó al nivel de habitación de los constructores del yacimiento. Buscando todavía el misterioso pueblo desaparecido hacía tiempo, desechó indiscriminadamente todos los vestigios de la cultura africana. Encontró unas cuantas piezas de oro, varias cerámicas importadas y cuentas, pero ni rastro de los fenicios.
Naturalmente, el resultado de esta actitud tan poco inteligente fue la destrucción de las auténticas pruebas de los orígenes del yacimiento. En 1929, los primeros arqueólogos profesionales investigaron el yacimiento del Gran Zimbabue, ya muy destruido, y llegaron a la conclusión de que probablemente era de época medieval y, sin duda, africano.
Los «desechos indígenas» tan meticulosamente eliminados habían sido la clave para comprender el asentamiento en el transcurso del tiempo de los negros africanos. Las investigaciones posteriores utilizando métodos arqueológicos modernos han confirmado que, aunque la mayoría de los restos arquitectónicos fueran construidos en épocas diferentes y ocupados por gentes distintas, todos son obra de nativos africanos, y que la ciudadela del Gran Zimbabue fue erigida poco antes de 1450. Unos cuantos kilos de oro fueron una recompensa muy pobré por demoler un mito, aunque el Gran Zimbabue quizá pueda resarcirse por el hecho de haber dado su nombre al estado que reemplazó a la empresa privada creada unos cuantos años antes por Cecil Rhodes.
La denominada «acrópolis» del Gran Zimbabue. La impresionante muralla construida a piedra seca sigue el contorno y las rocas de la formación natural y convenció a los primeros exploradores racistas de que las ruinas no podían ser de origen africano. En la búsqueda de pruebas de la existencia del misterioso pueblo desaparecido que, según se creía, había construido Zimbabue, los primeros aficionados que realizaron excavaciones destrozaron la mayoría de los vestigios que demostraban su filiación africana.
El extraordinario templo elíptico situado en el centro del complejo de ruinas pétreas conocido como el Gran Zimbabue. Estos restos fascinaron a los aventureros blancos que los encontraron en el siglo xix y especularon sobre sus orígenes, llegando a la conclusión de que habían sido construidos por un antiguo pueblo de procedencia desconocida. Creyeron que en las ruinas había oro y piedras preciosas, y sir Henry Rider Haggard se inspiró en estas leyendas para escribir un libro de aventuras que tuvo gran éxito, Las minas del rey Salomón (1885). En la ficción, los héroes de Haggard regresan con diamantes; en la realidad, los tesoros son testimonios de gran valor arqueológico.