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LEYENDAS ARGENTINAS

EL CRESPIN

KEO

 

LEYENDA CALCHAQUÍ

EL CRESPÍN

  A lo lejos, la montaña imponente se levantaba como una franja azulada acercándose al cielo.
  Las quebradas la recorrían en todas direcciones en pliegues profundos que llegaban hasta el valle, allí donde el pueblecito indígena, como formando parte de la misma montaña, vivía su vida recia, altiva y misteriosa.
  Las casas, de grandes lajas colocadas las unas encima de las otras, sin cemento ni materia que las uniera entre sí, estaban formadas por muros anchos y poco elevados. Las habitaciones, cuadradas o rectangulares, tenían aberturas con marcos de madera de cardón.
  En una de esas casas vivían Crespín y su mujer, Yurac, casados hacía poco tiempo.
  Dedicados a las tareas de proveer a su nuevo hogar de los útiles y enseres necesarios, y a labrar la tierra para obtener el alimento indispensable, pocos eran los momentos del día que parecían ociosos.
  Era entonces cuando hacían largas caminatas hasta el monte, las que aprovechaban para proveerse de frutos de chañar, de molle, de mistol y de piquillín, y de miel de lechiguana, de la que llenaban sendos cántaros de barro.
  Crespín era muy hábil para labrar la tierra, trabajar el cobre, la plata y la piedra y para modelar la arcilla.
  En piedra había pulido un hacha. Su trabajo esmerado le valió la aprobación del cacique, cuya competencia en esta clase de menesteres era bien conocida. Se servía del hacha para cortar ramas de chañar y de algarrobo que empleaba luego en la construcción de telares, de armazones para cobertizos o cabañas, o que utilizaba para hacer el fuego donde cocinaban los alimentos.
  Ídolos de barro cocido o esculpidos en piedra representando animales sagrados como ampatus, suris y víboras de dos cabezas figuraban entre sus trabajos preferidos, a los que se agregaban los cántaros de barro de las formas más diversas, que, pintados con guardas de colores, y cocidos, lo reputaban como un eximio alfarero.
  Yurac, por su parte, se distinguía en el arte de la tejeduría. Hilaba la lana de vicuña y de guanaco con gran destreza y las telas que producía en su telar eran siempre perfectas.
  Ambos esposos labraban la tierra, cultivando zapallos, papas, maíz y porotos.
  Estos eran también los trabajos a que se dedicaban los restantes pobladores del valle calchaquí y que matizaban con ceremonias religiosas o fiestas a las que eran muy afectos.
  Una de ellas, tal vez la más esperada, era la de la recolección de la algarroba, fruto tan apetecido y alimento tan completo que les proporcionaba pan y bebida.
  Justamente en esa época, verano, los árboles cargados de frutos en sazón, señalaban la época de la cosecha.
  Los coyuyos, por su parte, con el interminable concierto de sus violines incansables, que desde hacía días no cesaban de sonar de la mañana a la noche, eran como el alerta del algarrobal que en forma tan ruidosa avisaba a los habitantes del valle y de la sierra que sus vainas, doradas de madurez, se ofrecían generosas en promesa de nutritivo patay y de abundante aloja.
  Esa mañana, muy de madrugada, una columna de hombres, mujeres y niños salió en dirección al monte de algarrobos llevando consigo los materiales necesarios para instalarse allí. Iban contentos y dispuestos a despojar a los árboles de sus frutos azucarados con los que llenarían los depósitos en previsión de épocas de escasez.
  Se instalaron en el monte. Allí levantaron sus toldos, los que ocuparían mientras se llevara a cabo la cosecha. Varios días duró la faena.
  Una vez terminada la recolección, hombres y mujeres se dedicaron a los festejos que se realizaban todos los años en ocasión semejante.
  Era la "Fiesta de la Algarroba", ritual que se ofrendaba a la Pachamama y que esta vez fue, como siempre, alegre y bulliciosa.
  Ese día, muy temprano, grandes cantidades de vainas de algarroba, molidas, se habían puesto a fermentar en agua, llenando bilquis colocadas a la sombra de los árboles.
  Horas más tarde, este líquido sería la tan codiciada aloja, bebida fresca que encendía el espíritu y alegraba el corazón, y que constituía con la chicha, el elemento principal de toda fiesta indígena.
  Llegó la noche, y a los sones de la quena y de la caja comenzaron los cantos y la danza
  El entusiasmo fue en aumento a medida que los vasos repletos de aloja pasaban de mano en mano y su contenido desaparecía como por arte de magia.
  En forma continuada cantaron y danzaron la noche entera.
  Llegó un momento en que los bailarines, extenuados y turbados sus sentidos por las continuas libaciones, quedaron dormidos bajo los árboles, al amparo del follaje protector.
  Así los sorprendió la aurora.
  Días después, la vida cotidiana, sin variantes ni alternativas, había retomado su curso en la tranquila aldea indígena.
  Los alfareros volvieron a modelar las vasijas de arcilla; las tejedoras a tejer mantas y yacollas de vicuña y de guanaco; los labradores a labrar la tierra, a recoger maíz, zapallos o papas; y los cazadores a buscar en el llano o en la montaña el guanaco, el suri o el armadillo que les sirvieran de alimento.
  Fue uno de ellos, uno de los cazadores, el que dio la noticia.
  En su peregrinar por valles y sierras, había oído hablar a los indígenas de otras tribus de la llegada de hombres extraños, de hombres blancos, que, manejando armas diabólicas, invadían los territorios de los indios, esclavizaban a los hombres, a los que obligaban a trabajar en su beneficio, y se hacían servir por sus mujeres.
  Pronto corrió la noticia por toda la tribu.
  Los rebeldes calchaquíes no podían admitir la idea de verse privados de su libertad y de las tierras que les pertenecían, y desde ese momento no se pensó en otra cosa que no fuera en prepararse para combatir a los invasores, dándoles su merecido.
  El pueblo entero se dedicó a la fabricación de arcos de maderas flexibles, de flechas de piedra pulida con devoción, tarea ésta que realizaban dominados por el odio que les merecía el extranjero.
  Unidos en su ideal de amor a la tierra de sus antepasados y a su propia libertad, los calchaquíes, raza belicosa y valiente, se preparaban para dar su merecido a los invasores, haciéndose el firme propósito de vencer o morir en la contienda.
  Crespín, uno de los más valientes guerreros de la tribu, pulía con ensañamiento, puede decirse, su flecha de obsidiana, y cada golpe a la piedra era una tácita, pero real, promesa de lucha a muerte.
  Junto a él, su mujer, Yurac, lo incitaba a la pelea en defensa de sus más legítimos derechos.
  Pasaron varias lunas. Las noticias de la llegada de los extranjeros eran cada vez más desalentadoras. Se acercaban, y a su paso, los pueblos eran dominados por sus armas poderosas.
  Las flechas fabricadas por Crespín sumaban ya una gran cantidad, pero no había una sola entre todas ellas que no llevara entre sus bordes aserrados el mismo valiente y leal propósito: expulsar al enemigo, guardando intacta y con el mayor celo la tierra de los antepasados.
  Y llegó el día en que se tuvo la certeza del momento decisivo: los extranjeros estaban muy cerca.
  El Consejo de Ancianos se reunió de inmediato y se tomaron decisiones inminentes.
  Los guerreros prepararon sus armas, se alistaron, se impartieron órdenes para organizar la lucha...
  Era necesario esperar a los invasores en la montaña, allí donde el indio encontrara una defensa natural que lo pusiera a cubierto de los ataques de los blancos. Estos, por el contrario, preferían el llano para combatir, pues la montaña, con sus vericuetos desconocidos, con sus hondas quebradas y sus peligrosos desfiladeros, favorecía las emboscadas de los naturales, profundos conocedores de sus secretos y de sus posibilidades.
  Ya se hallaban todos preparados. Entre ellos se distinguían los jefes, en cuyas cabezas lucían la vincha sosteniendo la pluma roja que los señalaba como tales.
  Allí estaba Crespín, valiente y decidido, que, al despedirse de su esposa, sintiendo bullir en su sangre guerrera el entusiasmo por la lucha, prometió:
  -¡Hasta la vista, Yurac! ¡Venceremos a los invasores y los arrojaremos de la tierra de nuestros antepasados! ¡No abandonaremos la lucha hasta haberlo conseguido! ¡Si así no sucediera, si nuestros genios protectores nos abandonaran, una de mis flechas acabará con mi vida! -agregó con amargura.
  -¡Vuelve victorioso, Crespín! El honor de nuestra raza reclama el valor y el arrojo de sus hijos. Él está en vuestras manos, heroicos guerreros del cacique Callpanchay...
  -Si no volviera... -continuó más bajo Crespín- ¡no me olvides, Yurac! Ve al lugar donde haya quedado y llámame, que al oírte, mi alma estará junto a la tuya...
  Yurac bajó la cabeza. Las lágrimas daban a sus ojos renegridos un brillo de azabache que intensificaban el deseo y la esperanza del triunfo.
  -Volverás, Crespín... volverás... -pudo musitar apenas.
  Se despidió el guerrero. Desde lejos, las huankaras, con sus sones monótonos y graves, llamaban a la lucha.
  Crespín, bravo y decidido, marchó al combate.
  Los picos nevados de la cordillera fueron testigos de largas caminatas por el llano y de penosas marchas por los escarpados senderos y vericuetos de la montaña, realizados por los guerreros.
  Muchos habían quedado en el pucará para impedir la entrada de los extranjeros a la aldea indígena donde quedaban sus mujeres y sus hijos.
  Los otros, continuaban adelante.
  Entre estos últimos iba Crespín, cuyo valor y entusiasmo lo colocaban siempre en primera línea.
  Pasaron varias lunas y los guerreros no habían vuelto aún.
  Pero una noche en que la luna, desde el cielo, con la mansedumbre de sus rayos de plata, velaba sobre el pueblito indígena, la tranquilidad de la aldea fue interrumpida por los gritos de uno de los muchachos que, llegado del Pucará, traía una noticia que encerraba una esperanza:
  -¡Ya vienen! ¡Ya vienen! -no cesaba de gritar.
  Por la quebrada del Runaorko bajaban los guerreros. De lejos se los veía como una sierpe enorme deslizándose por la falda de la montaña.
  A mediodía, cuando el sol enviaba sus rayos más fuertes a la tierra, llegaron los guerreros de Callpanchay.
  Los recibieron con estridentes gritos de júbilo. Parecía que habían vuelto todos... Los dioses los habían protegido permitiéndoles el regreso.
  Sin embargo, no estaban todos.
  Yurac, con mirada ansiosa buscó a su marido. No lo halló. Preguntó angustiada. Allpacinchi le respondió:
  -Crespín, osado como siempre, sin medir las consecuencias de su impulso, en un arranque de audacia y de rebeldía, protegido por las sombras de la noche, corrió al campamento extranjero decidido a dar muerte al jefe de la expedición.
  Yurac lo escuchaba ansiosa, temiendo conocer el fatal desenlace de tan arriesgada aventura.
  Allpacinchi continuó:
  -Crespín fue descubierto antes de lograr su intento y tomado prisionero. Pero su rebeldía y su orgullo lo obligaron a realizar una acción desesperada. Tomó la flecha envenenada que llevaba en previsión del fracaso de sus planes y en el silencio de la noche y en la soledad del calabozo donde fuera recluido, se la clavó en el corazón.
  Un sollozo contenido se escapó del pecho de Yurac, que, creyendo morir, volvió a su casa, y allí se entregó a la más cruel desesperación, llorando amargamente.
  Cuando se hubo calmado, recordó a su marido los momentos felices vividos en él, sus conversaciones, sus consejos...
  De improviso se reprodujeron en su mente las palabras de Crespín antes de partir:
  -Si no volviera... ¡no me olvides, Yurac! Ve al lugar donde haya quedado y llámame, que al oírte, mi alma estará junto a la tuya...
  Esas fueron las últimas palabras oídas a Crespín. Agradeció Yurac a los genios tutelares que las habían traído a su memoria, y decidió cumplir el deseo del esposo.
  Sonrió dulcemente, como si hubiera hallado la forma de unirse a su marido, tomó la yacolla, la pasó por su cabeza y así defendida y preparada para soportar los fríos intensos de la cordillera, salió en dirección a la montaña, en dirección al lugar donde había quedado Crespín.
  Mucho tuvo que andar, muchos fueron los peligros a que estuvo expuesta, pero nada logró detenerla. Un propósito firme la sostenía y le daba fuerzas: iba en busca de Crespín y tenía que hallarlo.
  Cuando llegó al lugar donde su esposo encontró la muerte, lo llamó con suavidad:
  -¡Crespín...! ¡Crespín...!
  Nadie le respondió. Nadie acudió a su llamado ansioso.
  Volvió a repetir el nombre amado, esta vez con mayor energía, con el propósito de que su voz llegara hasta los confines de la montaña. Fue en vano. Nadie respondió a sus llamados insistentes...
  Medio enloquecida por el dolor y la desesperación, corrió en todas direcciones, repitiendo angustiada:
  -¡Crespín...! ¡Crespín...! ¡Crespín...!
  El resultado fue el mismo. Ni una voz, ni una respuesta en esas soledades. Sólo el eco se encargaba de reproducir el doloroso llamado que era ya un lamento:
  -¡Crespín...! ¡Crespín...! ¡Crespín...!
  La razón de la infeliz Yurac comenzó a nublarse. Su desesperación la llevó hasta la locura, impulsándola a recorrer en carreras locas la montaña, el llano y la quebrada, repitiendo sin cesar la única palabra que eran capaces de pronunciar sus labios:
  -¡Crespín...! ¡Crespín...!
  En su extravío, vio de pronto una mancha oscura en la cima de la montaña. Creyendo que fuera por fin su marido, intentó llegar hasta él y siguió su ascención por las escarpadas laderas, sin sentir las piedras que se clavaban en sus pies y desgarraban sus manos.
  Sólo el hambre, la sed y la fatiga la vencían. Entonces, caía al suelo rendida y al comprobar la inutilidad de sus esfuerzos por llegar a la cumbre, lloraba su desgracia, desesperanzada e impotente.
  Al pasar los días, su aspecto se fue transformando. Su piel, merced a los rigores del clima y a los vientos recios que soplan continuamente en la montaña, se fue endureciendo y secando su rostro enjuto del que resaltaban los ojos, rojos y cansados de tanto llorar.
  Sus ropas, deshechas por las piedras, caían en sucias hebras de lana que apenas la cubrían.
  Un único indicio de vida quedaba en ese cuerpo desfallecido y aniquilado que sólo alentaba para repetir incesante:
  -¡Crespín...! ¡Crespín...!
  Un día no pudo levantarse más. Estaba extenuada. Sus ojos, en ansiosa mirada hacia la cumbre, expresaban su angustioso deseo de llegar.
  Levantó con dificultad sus brazos en un último, desesperado esfuerzo, y entonces, sin poder creer en lo que le ocurría -tan maravilloso era-, se sintió levantada por una fuerza poderosa... los girones de sus ropas se transformaban en plumas de color pardo, como el de la yacolla que la cubría, y sus brazos, convertidos en dos alas, la ayudaban a elevarse más y más en el espacio...
  Una alegría inmensa la invadió. ¡Ahora sí que podría llegar hasta la cima! ¡Ahora sí que podría reunirse con su esposo que allí la esperaba! Su deseo convertiríase en realidad.
  La esperanza volvió a su alma y en un grito, mezcla de contento y de dolor contenido, no cesó de llamar:
  -¡Crespín...! ¡Crespín...!
  Desde entonces, este pájaro, nacido de la conjunción del amor y de la fidelidad de una esposa, deja oír el tono lastimero de su grito, llamando al esposo que aun no ha podido encontrar:
  -¡Crespín...! ¡Crespín...!

Referencia
  
  El Crespín pertenece a la familia de los cucúlidos.
  Es un ave de plumaje pardo ceniciento; en el pecho, blanco pardusco, lo mismo que en la garganta y el abdomen. Tiene una estría blanca sobre los ojos.
  Se caracteriza por tener el pico fuerte, de tamaño regular y un poco encorvado hacia abajo, sobresaliendo el maxilar superior.
  Las alas son cortas y la cola larga, abierta.
  Es ave inquieta, errante y desconfiada, que habita en bosques y montes, aprovechando para vivir los nidos de otras aves.
  Pone huevos blancos.
  Tiene un grito triste, en cuya interpretación se origina su nombre.
  En Santiago del Estero se lo llama: Chic-kin, Chid-kin, Chip-kin o Chif-kin; en Corrientes, Chochí; los guaraníes le decían Che-cy.
  Es notable cómo engaña con su grito en lo referente al lugar donde se encuentra.
  Vive escondido en los montes, dejándose ver y oír, preferentemente por la tarde, de noviembre a enero, época que coincide con la cosecha, volando muy veloz sobre los trigales maduros.
  Siempre anda solo.
  El naturalista argentino Dr. Eduardo Holmberg observó que su canto tristísimo, es diferente cuando hay mal tiempo, y cuando esto sucede, anuncia lluvia con dos horas de anticipación.
  Díaz Usandivaras señala que no canta, sino que silba.
  En nuestro país habita en Córdoba, Santiago del estero, Tucumán, Salta, Catamarca, la Rioja, Chaco, Formosa, Entre Ríos, Corrientes y Buenos Aires.

VOCABULARIO

  • Yurac: Blanca
  • Ampatu: Sapo
  • Suri: Avestruz
  • Coyuyos: Cigarras de la algarroba
  • Patay: Especie de pan hecho con harina de algarroba
  • Aloja: Bebida que se obtiene poniendo a fermentar en un poco de agua las vainas de algarroba, molidas
  • Lechiguana: Avispita que fabrica miel
  • Pachamama: Diosa que adoraban. Madre Tierra
  • Bilquis: Tinajas
  • Quena: Instrumento musical, especie de flauta de caña
  • Caja: Especie de tambor
  • Yacollas: Ponchos
  • Pucará: Fuerte.
  • Huankara: Caja, especie de tambor
  • Allpacinchi: Tierra fuerte
  • Chañar, Molle, Mistol, Piquillín: Nombres de árboles

 

KEO

  Desde lo alto del cerro, el valle se percibe como una mancha oscura velada por la niebla.
  Las montañas, gigantes de piedra que tratan de alcanzar el cielo, ostentan sus cimas blancas de nieve y sus quebradas profundas que, a manera de pliegues inmensos, surcan la ladera.
  El silencio hondo y perfecto sólo es interrumpido por el vuelo de algún cóndor que, extendiendo majestuoso el abanico de sus alas y describiendo una espiral en el espacio, emprende vuelo hacia las alturas.
  Silencio y soledad reinan en el gris azulado del instante que precede a la aurora. De pronto, sin transición, como bajo el influjo de algún genio misterioso, la nieve de las altas cumbres refulge con brillo de oro y el cielo se tiñe de rosa y de violado añil.
  El paisaje toma vida y relieve. El verde se destaca sobre el castaño de la piedra, y la niebla, que envolvía al valle, comienza a desvanecerse. Es que el sol, venciendo a las tinieblas de la noche, llega a la tierra con sus rayos luminosos.
  De pie, junto a un cardón que eleva sus brazos al cielo, una hermosa doncella en actitud ansiosa, la mirada hacia oriente, aguarda la caricia de esos rayos sobre su rostro, sobre sus manos, sobre su cuerpo todo, y el Inti, señor y rey de vida y de energía, que rige y gobierna los días, los años y las estaciones, magnánimo y generoso, la cubre con el calor de su luz.
  Satisfecha en su deseo, la niña emprende el camino de vuelta hacia la aldea de donde salió cuando las estrellas salpicaban el cielo con puntos de luz y Mama Quilla iluminaba los caminos convirtiéndolos en cintas de plata...
  Con mano suave toma los cordones de lana que caen del cuello de la llama blanca que siempre la acompaña, y seguida por el animalito, con paso elástico, ágil y esbelta, desciende por los senderos de la montaña.
  La belleza de la muchacha la hace inconfundible en la región. Es Keo, la hija del cacique Choro que, como todos los días, acude a presenciar el nacimiento del día desde el cerro más cercano para que el sol llegue hasta ella antes que hasta los demás...
  La joven se acerca. A corta distancia su belleza es bien visible. En su rostro fino, de color cobrizo, resaltan los ojos grandes y negros de mirada ausente y la boca roja de expresión cordial.
  Sobre su cabello lacio y renegrido peinado en dos simbas, lucen su color azul violáceo las flores de tarco con que se ha adornado.
  Sobre el vestido, especie de camisa larga con mangas, lleva una fina manta de lana de vicuña con diversas guardas de variados dibujos en colores brillantes y calza sus pies con ojotas de cuero que le permiten caminar segura sobre las piedras del camino.
  Marcha, y su mirada ausente, levantada hacia el cielo, se posa en Inti, que a través de las nubes le envía sus rayos oblicuos.
  Esa es su mayor felicidad, la que pone en su boca un gesto de dulzura, da brillo a sus ojos y firmeza a su andar.
  Sin haber dejado un instante de mirar al sol, llega a la casa de su padre. Es de forma rectangular, construida en el valle con piedras colocadas las unas sobre las otras, de muros anchos y poco elevados y puertas bajas con marcos de madera cardón.
  Grandes árboles la rodean. Detrás de la casa, un grupo de algarrobos ostenta su floración amarilla mientras a un lado, un yuchán y un samohú ofrecen la belleza de sus flores recortadas sobre el azul del cielo como estrellas blancas y rosadas.
  Las mariposas cruzan el aire semejando pétalos desprendidos de alguna planta maravillosa, mientras los pájaros, con trinos de cristal y cantos melodiosos, se suman a la armonía del paisaje.
  La niña se detiene. Extasiada contempla la fantástica belleza que la rodea y otra vez sus ojos se dirigen al cielo para fijarlos en Inti, que brilla y reina absoluto en las alturas. Una adoración sin límites transforma el rostro de Keo, sublimizando su expresión, cuando una voz, venida del interior de la casa, la vuelve a la realidad:
  -¡Keo...! ¡Keo...!
  Se sobresalta la niña, y dando unos pasos continúa la interrumpida marcha al tiempo que responde:
  -¡Ya vy madre! ¡Ya voy...!
  Su voz, de inflexiones cálidas, es tan dulce como la mirada tierna de sus ojos negros.
  La madre sale a recibirla. Es una mujer joven, de mediana estatura, de tez cobriza, salientes pómulos y mirada vivaz. Peina su cabello lacio y negro en trenzas que, recogidas en forma de moños sobre ambos lados de la cabeza, sujeta con una vincha de color vivo.
  Hay cierto reproche en la voz cuando se dirige a su hija:
  -¡Otra vez, Keo! ¿Qué fin te lleva tan temprano a lo alto de la montaña?
  -Inti me llama, madre, y desde allí lo veo aparecer antes que nadie. Yo soy la primera que descubre su fulgor sobre las cimas nevadas y la primera a quien acarician sus rayos de fuego -respondió muy suave la niña.
  Movió la madre la cabeza, mientras Keo conducía la llama hasta un corral de pircas donde la dejó. Luego, como acostumbraba hacerlo diariamente, se instaló ante un telar colocado bajo las ramas protectoras de un tarco en flor.
  Una manta empezada mostraba la policromía de sus grecas variadas, en las que el blanco, el negro y el rojo, resaltaban sobre el ocre del fondo.
  Trabajó Keo sin cesar. Muchas veces pasó el ovillo de lana de llama por los lizos, separados al golpe de los pedales, y muchas veces con el peine golpeó la tela para apretar el tejido y hacerlo compacto. Muchas veces cambió el color de la lana y el dibujo que formaba las guardas. Pero cumplía mecánicamente la tarea. Su pensamiento estaba en lo alto, donde Inti brillaba en todo su esplendor.
  Con tenues pasos se acercó la madre. Su llegada no fue advertida por la joven que continuaba su tarea ensimismada y como ajena a todo lo que no fuera el Inti soberano, dueño de su alma y de sus pensamientos.
  -Keo... Keo... -la llamó.
  Volvió la niña la cabeza y recién notó la presencia de su madre.
  -Keo... -insistió-, tu padre quería hablarte, pero te habías ido... Debe comunicarte algo importante... que tú tendrás que resolver...
  -¿De qué se trata, madre?
  -Ya te lo dirá él a su vuelta... Ha ido a consultar al machi...
  Decayó el interés de la niña, que volvió a aislarse en sus pensamientos.
  La madre, decepcionada, movió la cabeza con gesto impotente y se dirigió a la casa en busca de las madejas de lana que debía teñir.
  Cerca del telar en el que trabajaba Keo, estaban dispuestas las ollas de barro conteniendo las tintas previamente preparadas. La primera, de color marrón, lograda con resina de algarrobo; la segunda, roja, con cochinilla colorada, y la tercera, amarilla, preparada con chilca.
  Volvió la madre con las madejas listas para ser sometidas al teñido y las echó en los recipientes que colocó luego sobre el fuego a fin de hacer hervir su contenido.
  Mientras tanto, Keo, callada y distante, continuaba su labor. Sólo se oís el ruido que hacía el pedal al ser golpeado para separar los lizos.
  En ese instante en que el sol se ocultó detrás de una nube y la tierra, falta de su esplendor, pareció ensombrecida, Keo, libre del poderoso influjo ejercido por el astro, abandonó por un instante el telar y dirigiéndose a su madre, que en ese momento procedía a colocar las madejas teñidas en salvado de maíz y agua donde debían quedar durante tres días, le preguntó:
  -Madre, ¿sabes para qué me buscaba mi padre?
  -Sí, hija, lo sé.
  -¿Para qué, madre? -volvió a preguntar, interesada-. Lo sabes y no me lo dices... Para nada bueno será, sin duda.
  -Espera a tu padre. No debo ser yo quien te entere. Ten un poco de paciencia...
  Keo no insistió. Por breves instantes quedó pensativa. De pronto todo su interés desapareció. Fue cuando el sol, libre ya de la nube que lo ocultaba, desde un cielo limpio y muy azul, la bañaba nuevamente con su luz de oro. Hacia él dirigió su mirada ausente y olvidó todo cuanto la rodeaba.
  Momentos después llegaba el cacique, su padre, acompañado por dos extranjeros vestidos como para las grandes ocasiones.
  Llevaban vinchas de colores que se prolongaban hasta el hombro izquierdo. Cubrían su cuerpo con túnicas blancas, sujetas a la cintura por ancho cinturón de plumas de suri cayendo hasta las rodillas y calzaban medias largas de lana y ojotas de cuero.
  Llamó el cacique a su hija. Los extranjeros la hicieron objeto de los más respetuosos homenajes que asombraron a la niña, ignorante de la razón que los había llevado a las posesiones de su padre. Azorada, agradecía Keo tales atenciones, mientras con expresión interrogante miraba a su padre.
  Uno de los desconocidos se adelantó, entregándole un manojo de valiosas plumas de suri, mientras el otro le ofrecía una finísima manta de lana de vicuña.
  Volvió a agradecer la niña con palabra amable, cuando atónita oyó a su padre que decía:
  -Carahuay y Huamango son los enviados del gran curaca Sinchica que, enamorado de tu belleza desea hacerte su esposa.
  -¿A mí, padre? Si no me conoce...
  -Eso crees tú, hija mía: pero te equivocas. Sinchica te ha visto en una de tus idas al cerro, de mañana muy temprano, y se ha enamorado de ti. Sus enviados vienen en busca de tu decisión.
  -¡No puede ser, padre! ¡No puede ser! -lo interrumpió Keo, el acento implorante y la voz dolorida.
  Choro frunció el entrecejo, clavó en su hija una mirada colérica y preguntó iracundo:
  -¿Por qué no puede ser? ¿Quién lo impide? 
  -¡Es imposible, padre! Te lo suplico, ¡no me preguntes más! -agregó la niña en un ruego.
  Intrigado quedó el cacique ante la insólita actitud de su hija, cuya sumisión a sus padres era uno de los más encomiables rasgos de su carácter.
  Defraudado en sus esperanzas, el curaca hizo un gesto indignado, levantó el brazo derecho y señalando la casa de piedra que le servía de vivienda, ordenó:
  -¡Ve a nuestra casa y espérame allí!
  Cabizbaja acató la niña la orden del cacique y con paso lento marchó por el camino sombreado por añosos y corpulentos chañares.
  En la casa, la madre esperaba ansiosa el resultado de la demanda.
  Nada preguntó a Keo al verla llegar. La expresión de su rostro le dijo bien a las claras que su hija no había aceptado.
  Lo lamentó la madre muy de veras. Sinchica era el más poderoso de los caciques de la región, famoso por su valor, por sus hazañas guerreras y por sus riquezas fabulosas que lo convertían en el pretendiente más codiciado del país. Eran muchas las doncellas que se hubieran sentido muy felices y orgullosas ante un requerimiento del apuesto Sinchica.
  Nadie podía comprender la extraña actitud de la hija del curaca. Sin embargo, no era la primera vez que esto sucedía. Otros pretendientes fueron rechazados por la hermosa Keo en anteriores ocasiones.
  Intrigado Choro, se propuso obtener de su hija una completa confesión. Llegó a su casa y la llamó a su presencia.
  Se presentó la niña, y sin levantar la vista, en actitud sumisa, imploró:
  -Perdóname padre, el disgusto que te he causado hace un momento; pero la respuesta no podía ser otra cosa... ¡Yo no puedo ser la esposa de Sinchica!
  Volvió el padre a endurecer sus facciones ante la obstinación de su hija, y con cierta ironía preguntó otra vez:
  -¿Es posible, por lo menos, conocer el motivo de tu resolución?
  -¡No me preguntes, padre! ¡Hazme ese favor!
  -¡No hay razón que yo deba ignorar! ¿O has olvidado que eres mi hija? -y agregó enérgico-: ¡Ahora te exijo que confieses el motivo de tu negativa!
  Los ojos de Keo se llenaron de lágrimas. Elevó su mirada al cielo, donde Inti seguía brillando a juzgar por el rayo que se colaba en la habitación a través de la puerta entreabierta, y como si lo llamara en su auxilio en una plegaria muda, salió al exterior y quedó contemplando el disco de fuego que la bañaba con su luz.
  El curaca, que la había seguido, contemplaba atónito la actitud de su hija sin poderla comprender.
  Luego de breves instantes, bajó Keo la vista y con palabra cortada por los sollozos, respondió a su padre:
  -¡Padre mío! Inti me ha llamado desde el cielo y deseo consagrarme a él. ¡Yo seré una de sus ñustas y le ofrendaré mi vida! Sólo podré casarme si uno de sus rayos, encarnado en un joven guerrero, llega hasta nosotros. Mientras esto no suceda, aquí estaré yo, feliz con vosotros y feliz de cumplir el destino que Inti ha señalado para mí...
  Trató de convencerla el padre. Trató la madre de explicarle la conveniencia de su unión con el poderoso Sinchica, mostrándole el brillante porvenir que la esperaba. Todo fue inútil. La doncella se había prometido a Inti y nada la haría desistir de su promesa.
  No era Sinchica persona que se dejara vencer por un fracaso. Decidido a conseguir a Keo por esposa, resolvió ser él quien se dirigiera a la tribu de Choro para hacer la petición por sí mismo, y en un amanecer glorioso, en que el cielo parecía haber reunido las más hermosas tonalidades del iris, partió el joven cacique en dirección al sur, allí donde moraba la dueña de sus pensamientos que él deseaba convertir en soberana de su pueblo.
  Lo acompañaba un séquito cargado con los presentes más valiosos, seguido por una recua de llamas blancas.
  Al frente, destacándose entre todos por su apostura y por su altivez, la cabeza erguida, dominante, ornada por una diadema de plumas, iba Sinchica en su kallapu, conducida por cuatro fornidos muchachos.
  Valiosas piezas de oro y de plata, cinceladas, adornaban al joven curaca.
  Dos emisarios se adelantaron para anunciar la llegada del cacique. Conducidos a presencia de Choro, cumplieron la misión que les encomendara su señor, entregando de antemano los presentes que aquél enviaba al cacique, consistentes en una hermosa piel de jaguar, una manta de piel de guanaco y un collar de piedras blancas con manchas rojas.
  Dio orden el viejo curaca de realizar los preparativos para recibir dignamente al honorable visitante.
  Bajo el gran tacu cubierto de flores amarillas, se colocaron las vasijas de barro repletas de aloja.
  Keo debió, a su pesar, engalanarse con las prendas más finas sujetas con topos de plata y esmeraldas.
  Su cabello lacio y muy negro, dividido en el centro de la cabeza, repartía en dos simbas que caían sobre su espalda atadas entre sí por medio de una cinta de lana terminada con borlitas de colores.
  Aros de finísimas láminas de plata en forma de trapecios, pendían de sus orejas pequeñas.
  Llegado el instante de enfrentarse con el poderoso pretendiente, la doncella se negó a hacerlo; pero el padre, esperanzado hasta último momento, y midiendo las graves consecuencias que podría causarle este desaire hecho a la persona del altivo cacique, la obligó a presentarse.
  Cuando el viajero y su séquito aparecieron a la distancia, el curaca y su hija lo esperaban bajo el árbol sagrado, el tacu secular, testigo de tantas escenas gloriosas.
  Bajó Sinchica de su kallapu. Su apuesta figura se destacó sobre el fondo oscuro de la montaña, revelando al poderoso señor.
  Llevaba el cabello, largo y lacio, peinado en simbas que se anudaban artísticamente sobre la cabeza. El llauto con borla que caía hacia la izquierda, y un brazalete en su brazo derecho, eran símbolos de su autoridad.
  Sobre su pecho, en un escudo de cuero, se hallaban pintados un uturuncu y un kúntur, correspondientes al signo de la tribu.
  Saludó Sinchica, y Choro dio la bienvenida. Keo, sumisa, bajó la vista y detuvo su mirada en la tierra.
  El más importante de los guerreros del séquito alcanzó a su señor una vasija de barro que él, a su vez, ofreció a la hermosa doncella. Ella, en sumisa actitud, no osaba aceptar el presente; pero una palabra de su padre fue suficiente para que la hija, extendiendo ambas manos recibiera la ofrenda de Sinchica y le agradeciera al poderoso curaca.
  Este sacó de la vasija un collar de malaquitas que colocó alrededor del cuello de Keo y varios brazaletes de huaicas, de plata y de oro con los que adornó sus brazos.
  Volvió a agradecer la doncella, pero la mirada suplicante con que acompañó sus palabras, dio a entender al noble pretendiente, que sólo un acto de obediencia al padre, había obligado a la niña a aceptar los principescos obsequios.
  Una vez cumplidas estas ceremonias, el viejo cacique presentó a su huésped un vaso de barro colmado de alija y ambos jefes bebieron haciendo votos por una eterna amistad entre los dos pueblos.
  Pero no debía durar mucho tiempo tanta cordialidad.
  Cuando se trató el asunto, motivo de la visita de Sinchica, el ambiente cambió.
  Keo, firme en su propósito, se negaba a aceptar por esposo al magnífico curaca.
  De nada valieron los reiterados ruegos del padre hechos en todos los tonos. La decisión de la muchacha era irrevocable.
  El orgullo de Sinchica no podía admitir un fracaso que suponía el derrumbe de sus más caros proyectos, y colérico emprendió el regreso a sus dominios no sin antes haber gritado su propósito de vengarse de la que él suponía orgullosa doncella.
  Dolorosa era la tristeza que embargaba al altivo curaca, sólo superada por el profundo rencor que lo dominaba.
  En el largo y penoso camino que debió recorrer, únicamente amargos pensamientos y funestos propósitos de venganza colmaron su mente.
  Llegado a sus dominios, puso de inmediato el mayor empeño en llevar a cabo sus intentos.
  Llamó a su presencia al machi más famoso de la tribu. Le ordenó que pidiera a los dioses un castigo para la doncella que lo hiciera víctima de su desprecio.
  Hizo el adivino ciertas mezclas de hierbas secas que molió en un mortero de piedra; las quemó acompañándolas con saltos, movimientos de manos y palabras raras. Luego, abriendo los brazos, quedó ensimismado, mirando el humo que producían las hierbas al quemarse y que se elevaba en giros diversos.
  De pronto su cara se iluminó y sus ojillos, de mirada penetrante, brillaron. Había interpretado, de acuerdo a su ciencia, las formas adoptadas por el humo al subir, y decía:
  -Ampatu ha de ayudarnos. Necesito cuatro cabellos de la orgullosa doncella que hayan quedado en el peine, luego de peinarse.
  -Los tendrás, machi, y también llegará tu recompensa si consigo ver cumplidos mis deseos.
  Se retiró Sinchica esperanzado y esa misma tarde partió en emisario en busca de los cuatro cabellos de Keo.
  Varios días tardó en volver; pero cuando llegó, traía triunfante lo que se le había encargado y mucho más. Dentro de una chuspa traía el peine tal como lo dejara Keo después de peinarse. Entre los dientes del mismo, consistentes en espinas de cardón sujetas entre dos palitos por ataduras de lanas que les prestaban resistencia, habían quedado muchos cabellos de las negras simbas de Keo.
  Así fueron entregados al machi que, de todos, sólo tomó cuatro, los hizo ovillo y envolviéndolos en un trapo, lo traspasó varias veces con espinas.
  Tomó luego un sapo, lo puso panza arriba en la puerta de la vivienda, y levantando en alto, sobre el animal, el pequeño envoltorio de cabellos, trapo y espinas, repitió varias veces el nombre de la víctima señalada, acompañándolo con sonidos guturales sin duda destinados a invocar la ayuda del ampatu, enviado de Súpay a la tierra.
  De inmediato habló el hechicero:
  -Has sido complacido, mi señor. Keo, la ingrata que te despreció por el sol, perderá su forma humana y transformada en una ave pequeña e insignificante huirá de la tribu de su padre para vivir a la orilla de ríos y de lagunas adorando al sol que se reflejará en las aguas. A nadie responderá cuando la llamen. Sólo oirá la voz y obedecerá los mandatos de aquél que espera en vano sobre la tierra. De su persona, solamente quedará como recuerdo su nombre, pues así se la continuará llamando:
  -Keo... Keo...
  Lo miró incrédulo el cacique y el machi, respondiendo a sus pensamientos, agregó:
  -Marcha hacia el cerro, y mañana muy temprano, cuando el Inti aparezca por oriente, verás a la nueva Keo que junto al arroyo que serpentea entre jarillas y achiras, la mirada dirigida al cielo y como ausente de la tierra, estará en muda contemplación de su adorado.
  Marchóse Sinchica.
  Cuando amaneció tal como se lo indicara el machi, se hallaba en el cerro y tal como aquél lo predijera, también, allí había una especie de perdiz que, abstraída, mirando al sol, ni siquiera lo oyó llegar...

Referencias

  El keo es un ave de la familia de la perdiz, aunque de mayor tamaño. Su carne es preferida a la de la perdiz por ser más delicada.
  Habita en la falda de los cerros, cerca de las vertientes.
  Se tiene la creencia de que cuando canta por la mañana va a hacer buen tiempo, y si lo hace por la noche, al día siguiente será ventoso.
  Estos animalitos tienen una costumbre muy original. Cuando se reúnen varios de ellos, forman una rueda, afirmando cada uno su pico en el ala izquierda del que se halla a su lado. Cuando la rueda ha quedado cerrada, dan vueltas alrededor de uno de ellos que ha quedado en el centro. Después de algunos instantes y cuando seguramente comienzan a sentir los efectos del mareo, cambian de dirección y dan vueltas en sentido inverso.
  Esto que podríamos llamar la danza de los keos, se repite por varios instantes.

VOCABULARIO

 

  • Inti: Sol
  • Mama-Quilla: Luna
  • Choro: Caracol
  • Keo: Especie de perdiz
  • Simbas: Trenzas
  • Yuchán: Palo borracho que da flores blanco amarillentas
  • Samohú: Palo borracho cuyas flores son rosadas
  • Pircas: Lajas
  • Suri: Avestruz
  • Carahuay: Lagarto verde
  • Huamango: Halcón.
    Sinchica: El valeroso
  • Chilca: Planta tintórea
  • Ñustas: Princesas
  • Kallapu: Litera
  • Llauto: Vincha
  • Uturuncu: Tigre
  • Kúntur: Cóndor
  • Huaicas: Cuentas de un collar
  • Chuspa: Bolsa o talega
  • Ampatu: Sapo
  • Zúpay: El demonio
  • Ojotas: Calzado especial constituido por una suela de cuero o de cardón y que se sujeta al pie por varios tientos
  • Tacu: Algarrobo. Árbol frondoso siempre verde. Su fruto es la algarroba con la que se fabrica el patay, especie de pan, y la aloja, bebida fermentada.
  • Tarco: Jacarandá. Árbol tropical, frondoso y de gran altura. Las flores, que aparecen en noviembre y diciembre, tienen forma de campanas alargadas, de color azul violáceo. Se usa en ebanistería y como planta de adorno.
  • Topos: Alfileres largos con una placa circular en un extremo con el que las araucanas prendían el rebozo
  • Jarilla: Arbusto resinoso que abunda en la región andina. Arde con facilidad aun estando verde, y como leña se prefiere para calentar el horno de pan. Se dice que la hoja busca al sol y que el viajero perdido puede orientarse con esa brújula natural
  • Machi: Curandero, hechicero.