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EL DIA QUE ROBARON LA GOICONDA

Fue el 21 de agosto de 1911. Ese día un carpintero italiano se llevó del Museo del Louvre la obra de arte más famosa del mundo. Durante dos años, el paradero de La Mona Lisa fue un misterio. Esta es la historia, y la del autor intelectual del fabuloso robo un argentino

El estafador argentino Eduardo de Valfierro llegó a Paris en 1910 con un único propósito: que La Gioconda desapareciera M Louvre para poder venderle copias falsas a varios multimilionarios.

La policía francesa no tenía la menor pista. En su desesperación, y para darle algún sospechoso a la opinión pública, arrestó al poeta Guillaume apollinaire y al artista Pablo Picasso. Ambos tuvieron que ser liberados después M interrogatorio.



Ya nadie recuerda a Eduardo de Valfierno. Tal vez porque murió allá por 1931 de manera tan clandestina como anduvo por la vida. Acaso porque no fue el protagonista absoluto -pero sí cómplice en primera filadel hecho que lo ubicó en el escenario de uno de las robos más increíbles del siglo XX. 0 quizás porque todas las certezas sobre su historia se destiñen en páginas amarillentas. Excepto una: Eduardo de Valfiemo, cerebro y autor intelectual de la desaparición del retrato más famoso, enigmático y admirado de todos los tiempos, era argentino.
Pasarían varios años hasta que su nombre ingresara enlos archivos policiales del caso que desperezó al mundo la mañana del martes 22 de agosto de 1911, cuando un visitante del Museo del Louvre en París descubrió que La Gioconda, la obra maestra de Leonardo da Vinci, había desaparecido. Al escándalo le sucederían 2 años y 111 días de versiones, incredulidad y vergüenza: durante todo ese tiempo, el paradero de la Mona lisa -símbolo del mayor logro del arte universal- fue un absoluto misterio. Si un ingrediente le faltaba a esta obra para alimentar su mito, era este largo pasaje a la oscuridad.
Durante décadas, respetados expertos y rasuradores de alto rango han ido reconstruyendo la trama de esta novela policial, pero los años fueron decantando los falsos rumores y las teorías más disparatadas (la más popular de todas, que La Gioconda que cuelga en el Louvre no es la auténtica), para abrirle el camino a la historia oficial y definitiva. Esa que comienza el domingo 20 de agosto de 1911, cuando un carpintero italiano llamado Vincenzo Peruggia ingresó al Museo del Louvre pocos minutos antes de la hora de cierre para salir recién al día siguiente... con la Mona Usa escondida entre sus ropas.
Peruggia, que había nacido en Dumenza, una localidad al norte de Italia, en 1881, llevaba una existencia a media asta: pobre, solitario y de pocas luces, a principios del siglo XX se mudó a París con la esperanza de lograr algo que se pareciese a un por venir. Hacia 1908 empezó a realizar trabajos temporarios en el Louvre, entre ellos, el armado del armazón vidriado con que el Museo decidió proteger a su pieza más preciada, no tanto por la inverosímil eventualidad de un robo, como por la posibilidad de que fuera víctima del vandalismo de un desquiciado. Por aquellos días, la costumbre de maquillar con ácido o rasurar a navaja algunas valiosas obras de arte se había convertido en un ejercicio bastante popular. Gracias a aquel servicio, Peruggia conoció las salidas y escondrijos más próximos al Salón Carré, donde la pintura de la sonrisa melancólica había fijado residencia cinco años atrás. Y no sólo eso, también se acostumbró a las rutinas delos guardias, ala intimidad de los horarios, a la incomprensible soledad de las galerías del Louvre. Una información que jamás pensó en utiliza hasta que el "marqués de Valifierro el argentino que ya nadie recuerda, se cruzó en su canino.
Valfiemo había llegado a París en 1910, después de varias estafas en el mercado del arte que consumó con éxito y sin escrúpulos en algunos países de Sudamérica junto a su socio Yves Chaudron, un virtuoso falsificador de obras maestras oriundo de Marsella. "Eduardo de Valfierro nacido en la Argentina alrededor de 1850, era el hijo de un rico terrateniente. Al poco tiempo de la muerte de su padre se quedó sin fondos y, para mantener el estilo de vida al que estaba acostumbrado, comenzó a vender todos los objetos de arte y antigüedades que habían pertenecido a su familia. Pero no tardó en dilapidar también aquel dinero, y aprovechando sus modales refinados y sus contactos de primera clase, armó un mercado de venta de obras de arte robadas o extraviadas que, en realidad, eran copias perfectas realizadas por el talentoso Chaudron escribió el historiador R. Shepard en su artículo Cómo y por qué robaron la Mona Lisa, publicado en la prestigiosa revista Art news en febrero de 1981.
Decidido a ejecutarel gran golpe que engordara sus bolsillos de una vez y para siempre, Valfiemo desembarcó en Francia adosándose el título de marqués, y sin pérdida de tiempo comenzó a dibujar la estrategia de su trabajo más ambicioso: el robo de la Cioconda. La eficacia de Valifierro residía en su paciencia: primero le encargó a su socio Chaudron que realizara seis copias irreprochables de la pintura. Al eximio falsificador le llevó catorce meses concluir su trabajo sobre maderas tan añejas como la del original (hay que recordar que la Mona Lisa no está pintada sobre un lienzo, sino sobre una tabla de álamo), utilizando pigmentos fieles al Renacimiento y empleando sofisticadas técnicas de envejecimiento. Sí, Chaudron era un talento en lo suyo. Mientras tanto, Valfierno fue detectando a sus presas, media docena de discretos millonarios dispuestos a hipotecar su imperio con tal detener a La Gioconda colgada en su pared, en caso de que ésta "desapareciera". Paradójicamente, el retrato genuino era lo que menos le interesaba al estafador argentino. Su plan era otro, simple y sin riesgos: sólo necesitaba que la noticia del robo de la Mona Lisa recorriera el mundo paravendérsela a sus potenciales compradores, entregándoles claro, una falsificación impecable.
Al marqués criollo sólo le faltaba una pieza: un hombre que conociera las rutinas del Louvre y fuera capaz de cometer el robo, pero que a la vez fuese insignificante y sin demasiadas preguntas. No tardó en encontrar a Vincenzo Peruggia, el carpin
tero. Lo convenció sin dificultad con la promesa de una abultada recompensa, pero sobre todo con argumentos patrióticos: un rico coleccionista italiano -le inventó- deseaba tener a La Gioconda en su tierra, de donde nunca tendría que haber partido. Vincenzo, con la nostalgia de su país a cuestas y el orgullo nacional intacto, aceptó el trato.
El domingo 20 de agosto, el carpintero entró al Louvre como un visitante más. Cuando el público empezó a vaciar las salas a la hora de cierre, se ocultó en un pequeño cuarto donde se guardaban herramientas, próximo al Salón Carré. Al día siguiente, un lunes, como ocurría entonces y también ahora en la mayoría de los museos alrededor del mundo, las puertas permanecieron cerradas al público para realizar tareas de limpieza y mantenimiento. Vincenzo, el ladrón, esperó hasta que el guardia del Salón Carré dejó su puesto para ir a fumar un cigarri Eran alrededor de las 8 de la mañana del 21 de agosto y él ya se había vestido con los amplios guardapolvos que usaban los obreros del Louvre. Así salió de su escondrijo, fue directamente a donde estaba su compatriota la Mona Lisa y la arrancó de la pared. Corrió en silencio hasta unas escaleras de servicio próximas; allí despojó a la pintura de su escudo vidriado y de su marco aristocrático. Entonces ocultó la pequeña madera de 77 x 53 centímetros bajo su guardapolvos, bajó las escaleras, atravesó el patio interior del Louvre y llegó hasta la salida como un trabajador más que culminaba su jornada.
Cuando el guardián del Salón Carré terminó su generoso cigarrillo y regresé a su ronda, obviamente notó el espacio vacío entre la Bocla mistica de Correggio y la Alegoría de Alfonso d´A Tiziano, las dos pinturas que escoltaban a La Gioconda por aquellos días. Una vez más, imaginó, se la habían llevado para una sesión de fotos. Era una de las novedades de la época: hace poco el Louvre había inaugurado un estudio fotográfico y la célebre dama de Leoriardo era una de sus modelos más preciadas. El guardia no preguntó nada, no avisó nada. Pasaron las horas, pasó el día, y paso por la puerta grande la obra de arte más famosa del mundo sin que nadie lo advirtiera.
El martes 22 de agosto el Louvre se reabrió para el público. Louis Béroud, -un artista parísino que se ganaba la vida pintando reproducciones de obras famosas para los turistas-, fue uno de los primeros en ingresar. Quería ocupar un buen lugar frente a La Cioconda con su caballete y su manojo de pinceles y pinturas, antes de que los visitantes se amontonaran sobre ella y le hicieran imposible trabajar. Cuando alcanzó el Salón Carré, más que sorprendido se mostró irritado. "¿Dónde está ella? ¡Dénde la llevaron ahora!", le gritó al primer guardia que encontró a su paso. Béroud también conocía algunas de las rutinas del Museo, y estaba cansado de los paseos domésticos alos que sometían a la pintura de Leonardo
De acuerdo con la minuciosa reconstrucción hecha por el investigador Seymour Reit, autor del libro El día que robaron la Mona Lisa (1981), el guardia fue hasta la galería, y cuando vio el espacio vacío dij o: " Seguramente se la llevaron otra vez arriba. La deben estar fotografiando o reparándole el marco". Este guardia tampoco avisó nada, tampoco preguntó nada. Béroud esperó a su dama, pero
a las 11 de la mañana, impaciente, increpé al guardia nuevamente para que fuera a averiguar por qué demoraban tanto en regresara La Gioconda a su sitio. El hombre accedió a desgano, pero regresó a los pocos minutos con el rostro desencajado por el espanto: "Tampoco está allí". Entonces sí, más de 24 horas después del robo de la pintura, el guardia avisó. Llamó al capitán de seguridad del Louvre, que inmediatamente informó al director del Museo, quien sin aliento se comunicó con el prefecto de la Policía de París, y éste por fin alertó a la Sureté, el Departamento Nacional de Investígaciones Criminales de Francia. Para las primeras horas de la tarde de aquel 22 de agosto de 1911, 60 inspectores y más de cien gendarmes ya estaban en el Louvre controlando todos los accesos, interrogando a los visítantes y turistas, revisando centímetro a centímetro cada recoveco del Museo. Pero ya era demasiado tarde para lágrimas. La Gioconda y su sonrisa habían desaparecido.
La noticia, tal como había previsto De Valfierno, se divulgó hasta en las naciones más minúsculas, pero la indignación y el estupor eran mayúsculos. Durante una semana, el Museo permaneció cerrado y todos sus empleados fueron interrogados, aun aquellos que -como el carpintero Peruggia habían realizado alguna tarea temporaria en los últimos meses. Las autoridades no lograban sacar nada en limpio. No tenían pistas, ni rastros, nada. La evidencia más importante e insignificante que habían encontrado fue el marco del cuadro, abandonado en un recodo de la escalera por la que se había escabullido Vincenzo.
Las fronteras francesas habían sido cerradas inmediatamente. Se revisó cada barco que partía, cada tren. Era imposible llevarse del país cualquier cosa que se asemejara a una obra de arte. Las hipótesis más descabelladas comenzaron a circ:ular por toda Francia: Fue quemada", Fue destruida", Fue cortada en astillas". Algunos hablaban de una intriga con ribetes políticos provocada por 1 propio gobierno, otros suponían que se pretendía demostrar la fragilidad que rodeaba a los tesoros del Louvre, hasta hubo quien divulgó la noticia de que durante una tarea de limpieza de La Gioconda, ésta había sido seriamente dafíada, y el Museo, para encubrir su vergüenza, armó esta parodia de robo.
La policía de París culpó al Louvre por su inadecuada seguridad, y desde el Museo los ridiculizaban por no encontrar ni a un sospechoso. Para empeorar las cosas, los diferentes brazos que participaban en la investigación se entorpecían unos a otros, hasta que el Prefecto de la Policía de París, el inspector Louis Lépine, se hizo cargo de todas las bifurcaciones que iba tomando el caso. En sus declaraciones publicadas en la edición del 23 de agosto de 1991 en The New York Tienes, el inspector Lépine esbozó su propia teoría: 'Tos ladrones -me indino a pensar que fue más de uno- escaparon con La Gioconda. Hasta ahora nada se sabe de sus identidades o paradero. Estoy convencido de que el móvil no fue político, pero puede que se trate de un ,sabotaje', causadoporel descontento entre los empleados del Louvre. Es probable, por otro lado, que el robo haya sido cometido por un loco. Una posibilidad más seria es que La Gioconda haya sido robada por alguien que planea sacar algún beneficio chantajeando al Gobierno
Sea como fuese, la gente estaba triste e indignada. Cuando el Louvre reabrió sus puertas una semana después de la desaparición de la pintura, miles de parisinos desfilaron por el Salón Carré como en una procesión funeraria, dejando flores sobre la pared deshabitada Desde la prensa, rmientras tanto, los ánimos de caldeaban: "¿Cuándo se van a llevar la Torre Eiffel?", preguntaban con ironía desde los titulares. Las autoridades, desesperadas, le dieron a la opinión pública un sospechoso: el 7 de setiembre, 17 días después del robo, hicieron el prímer y único arresto del caso, nada menos que el del poeta Guillaume Apollinaire. Este era amigo de Géry Piéret, un hombre que tiempo atrás había robado dos estatuillas del Louvre. Apollinaire, a su vez, implicó a Pablo Picasso, que también fue interrogado. Ambos fueron puestos en libertad a las pocas horas. Al robo de La Gioconda, fatalmente irresuelto y estancado en un punto muerto, le siguió el luto y la resignación.
¿ Dónde estaba la pintura? Pues a pocas cuadras del Louvre, en la modesta habitación del hotel donde se hospedaba Vincenzo. En su investigación, Seymour Reit explica por qué Eduardo de Valfiemo no volvió a tomar contacto con el carpintero italia no. No necesitaba tener a la verdadera Mona Lisa quemándole las manos para consumar su estafa. Con máxima discreción, retornó el contacto con los seis coleccionistas de arte interesados en el original --cinco norteamericanos y un brasileño-, y a cada uno le vendió las copias hechas por su socio Chaudron a precios exorbitantes. Según Reit, estos millonanos jamás fueron identificados cuando La Gioconda reapareció más de dos años después, no pudieron denunciarla estafa porque ellos mismos habían cometido el delito de adquirir una obra de arte robada.
Vicenzo Peruggia siguió con su vida oscura, sin saber muy bien qué hacer con esa obra maestra que había ocultado debajo del falso fondo de un destartalado baúl. Hasta que en el otoño de 1913 leyó en un diario italiano un anuncio que sacudió sus nervios de gelatina. Un anticuario de Florencia, Alfredo Geri, estaba dispuesto a comprar "a buen precio objetos de arte de cualquier tipo". El 29 de noviembre, Ceri recibió una carta fechada en París de un tal Leonardo, a secas, diciéndole que tenía en su poder a la Mona Lisa y que deseaba regresarla a Italia, su patria de nacimiento. El anticuario, escéptico pero intrigado, le respondió citándolo en su galería de Florencia para el 22 de diciembre.
Pero doce días antes de la cita, un hombrecito de bigotes llegó hasta las oficinas de Geri en la Vía Borgognissanti. Se presentó como Vincenzo Leonard, un patriota italiano que le confesó haber traído a la Mona Lisa de regreso al Italia. Con mucha cortesía, Vincenzo le pidió una recompensa de medio millón líras al anticuario, y la garantía de que la Mona Lisa jamás regresaría al Louvre. Geri pensó que se trataba de un estafador, pero su curiosidad pudo más y arregló con aquel hombre que al día siguiente iría a ver la pintura a su hotel acompañado de un especialista. "Llamé a mi amigo Giovanne Poggi, director de la Galería degli Uffizi -escribió Geri tiempo después- y juntos fuimos a ver la pintura a la habitación de aquel extraño en el Hotel Tripoli. Allí, el hombre abrió un baúl donde guardaba sus miserables pertenencias. Del fondo sacó un objeto envuelto en una tela roja, y ante nuestros ojos asombrados salió de ahí la divina Cioconda, intacta y maravillosamente preservada".
Los hombres reconocieron el sello oficial del Louvre al dorso de la pintura, y entonces Poggi le dijo a Vincenzo, que debían examinarla los expertos de la Galería degli Uffizi para verificar su autenticidad. El ingenuo carpintero estuvo de acuerdo en esperar en su hotel mientras se realizaba el trámite. Conteniendo su excitación, Geri y Poggi abandonaron el hotel con la Gioconda a cuestas y a las pocas horas, después de un examen minucioso, confirmaron su autenticidad. Para entonces, varios oficiales y detectives de Florencia ya habían rodeado el Hotel Trípoli. Sin resistencia, detuvieron a Vincenzo Peruggia. El misterio de la Mona lisa -al menos uno de ellos- Regaba a su fin.
La noticia alborozada recorrió el mundo. la obra maestra de Leonardo da Vinci visitó los principales museos de Italia durante dos meses antes de su regreso definitivo a París, donde fue "repatriada" con los honores -ylas medidas de seguridad- dignas de unjefe de Estado. El domingo4 de enero de 1914, la Mona Lisa volvía a sonreír desde en el Salón Carré del Museo del Louvre.
En junio de ese año, en Florencia, comenzó el juicio a Vincenzo Peruggia, que para entonces ya se había transformado en una suerte de romántico héroe nacional. Los italianos lo veneraban: aquel pobre carpintero había intentado devolverle a Italia el máximo estandarte de su historia del arte. Era un patriota, y ése fue el argumento que esgrimieron sus defensores durante el juicio, que se convirtió en todo un espectáculo: Peruggia -quien aseguró no haber tenido cómplices en su aventura solitariahabía actuado bajo un fuerte impacto emocional, hechizado por la belleza de La Gioconda, y su único móvil fue rescatarla de mano de los franceses para devolverla a su verdadera patria. Un psiquiatra lo declaró "intelectualmente insano" y el jurado finalmente se apiadó de él. Sentencia: un año y quince días de prisión. Salió de la cárcel a los siete meses, cuando la Primera Guerra Mundial ya lo había desplazado del interés público. No se supo mucho más de él hasta su muerte, en 1947.
¿Qué fue del "rnarqués" Eduardo de Valfiemo? Según la investigación de Seymour Reit, el argentino pasó una existencia sin sobresaltos hasta su muerte en los Estados Unidos, en 1931. Se cree que su golpe maestro le aportó entre 30 y 60 millones de dólares, lo que ciertamente le valió un ascenso en su rango: que duda cabe que vivió como un "duque". Sin embargo, no soportaba la idea de que el mundo desconociera que la verdadera trama detrás del robo de La Gioconda había sido dibujada por él. Empalagado de soberbia, le confesó aun amigo, el periodista norteamericano Karl Decker, el origen real de su fortuna. Aportó datos, fechas, descripciones yhastael nombre de los seis millonarios a los que había estafado, con la única condición de que la historia se divulgara después de su muerte.
Hoy, a 90 años de la desaparición del "tributo más sutil que ha rendido jamás el genio a un rostro viviente" -como describía el ex ministro de Cultura francés André Ma1raux a la Mona Lisa-, lallistoria de Eduardode Valfiemo, el argentino que ya nadie recuerda, es la historia oficial. Tal vez no importe si es la verdadera o si se trata de una leyenda más de las que envuelven a la Gioconda. Como tantas preguntas sin respuesta que aún giran alrededorde ella, su misterio ya lleva quinientos años de soledad .