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ARES MARTE

 

 

 




Zeus y Hera fueron, en efecto, los padres de Ares y de su hermana gemela en todo, Eride, pero se asegura que pronto se arrepintieron de haber traído al Olimpo a semejantes criaturas. Alguna que otra leyenda cita a la casta Atenea como madre partenogenética de Ares, pero no es un mito demasiado admitido por los ortodoxos. Homero aseguraba que Zeus y Hera tuvieron que aborrecer a su hijo y, en la "Ilíada", sólo se muestra a este dios como a un ser despreciable por sus hechos y sus pasiones bélicas, pudiéndose encontrar en la obra inolvidable todo un surtido de ejemplos de su despreciabilidad a ojos de los dioses e, incluso, a los de los más humildes mortales. Los dos grandes, Zeus y Hera, también tuvieron otros hijos de muy diversa catadura, como así lo fueron Hebe y Hefesto, aunque hay quienes aseguran que Hefesto, el herrero de los olímpicos y amigo de los fuegos interiores de las entrañas de la tierra, y sus bocas los volcanes, sólo era hijo de Hera y Zeus nada tenía que ver con el muchacho. De todos los demás parientes, sólo Afrodita y Hades tenían relaciones con Ares y bien extrañas, pues -al parecer- era más que nada una perversa pasión entre Afrodita y Ares la que les mantenía cercanos, y también era perverso ese sentido de agradecimiento profesional lo que hacía que Hades, en sus infiernos, estuviera siempre dispuesto a agradecer los continuos envíos de muertos en combates que Ares proporcionaba sin cesar a su compañero encargado de la gestión de los negocios de ultratumba. 


ARES Y COMPAÑIA

Queda claro que Ares no gozó, ni siquiera, del cariño de sus padres y tampoco llegó a poder hacerse comprender entre sus muy complicados compañeros del cielo, entre los que había todo ese surtido tan sorprendente de caprichos y rarezas que configuran la telaraña mitológica. Aunque la maldad o la crueldad de Ares no es única, tampoco es un caso de actuación en solitario, los griegos colocan a Eris o Eride, la hermana, junto a Ares en la misma escala de malicia. Es ella la que difunde la discordia entre los dioses y los humanos, porque ella representa la discordia.
Su tarea es la elaboración de rumores, de inquinas, de celos. Su trabajo consiste en hacer que las malas artes de su imaginación y su experiencia, esos mensajes voluntariamente envenenados se transformen en causas remotas de las guerras y de los odios, como semillas bien colocadas por la malsana habilidad de la siempre presente hermana. También Ares hace lo posible por llenar el hueco y combina astucias para aumentar el daño. Junto a ellos va siempre el siniestro grupo de sus hijos respectivos, formado por Enio, la hija de Eride, divinidad de la guerra, y los dos hijos varones de Ares: Deimos, escudero de Enio y personificación del espanto y el otro escudero de Enio, Fobos, la representación del miedo. Hay que decir que tan mala era la fama de los hermanos guerreros Ares y Eride, que los griegos adjudicaban a la pareja un origen tracio para subrayar que se trataba de dioses propios de la gente de la lejana Tracia, una comarca rústica y primitiva, como si así se sacudieran de encima la responsabilidad de aceptar en el Olimpo a unas divinidades tan poco afortunadas, tan poco dignas de ser atenienses.


LA AVENTURA CON AFRODITA

A la bella Afrodita, ya se ha dicho, le atraía y le repelía la figura discutida de su compadre Ares; era una extraña relación la que les iba a tener cercanos en muchas ocasiones. Pero, especialmente, una de esas situaciones recordadas para la eternidad es la que se produce cuando el matrimonio de Afrodita con el deforme Hefesto estaba en su declive, Hefesto era el feliz y orgulloso esposo de la hermosa entre las hermosas, y quiso el destino desafortunado, para la desgracia del laborioso y bondadoso Hefesto, que Ares se prendase de Afrodita y que ésta le correspondiese. Los amores de Ares y Afrodita fueron largos, tanto que los tres hijos habidos en el tiempo del matrimonio con Hefesto lo fueron de la infidelidad. Estos hijos eran nada menos que Deimos y Fobos, los dos escuderos que habrían de acompañar a Ares a la batalla, y la gentil Armonía. Pero el adulterio terminó por descubrirse por un exceso de confianza de la irregular pareja y, cuando así fue, el marido burlado recibió el mensaje de un espía del Olimpo, Helios, dios del sol, que tuvo la ocasión de sorprenderlos durmiendo tranquilamente, a la luz del amanecer. El marido, enamorado siempre de su adorada Afrodita, reaccionó de un modo muy peculiar y, en lugar de salir airado al encuentro de Ares y Afrodita, ideó un plan para atraparlos en flagrante delito; si lo que se cuenta es cierto, hay que reconocer que Hefesto recurrió a un ardid trabajoso y excesivamente complicado. Elaboró en su fragua una red de metal fina y tan resistente, que ni el temible Ares la pudiera romper, y la dispuso en el lecho de su hogar, de modo que quien en él se acostase quedara atrapado irremisiblemente hasta la llegada del único que sabía de su colocación y funcionamiento. Para asegurarse del extraño triunfo de su trampa, Hefesto hizo saber a Afrodita que iba a pasar un extenso periodo de tiempo fuera de casa, en la isla de Lemnos y que tardaría en estar de vuelta. Naturalmente, la infiel esposa se alegró de la singular ocasión de gozar sin prisas de la compañía de su amante Ares y, tan pronto se hubo marchado el marido en su astuto viaje, llamó a su lado al adúltero dios, para continuar con su ya duradero romance en las inmejorables condiciones que la partida de Hefesto parecían propiciar. Felices de estar sin tener que preocuparse por un posible retorno del marido, los dos fueron directamente a la habitación en la que Hefesto había preparado la cama con su trampa.


ATRAPADOS Y A LA VISTA DE TODOS

Lanzados a su pasión, los dos desvergonzados quedaron atrapados por la red que se disparó sobre sus desnudos cuerpos. Cuando Hefesto regresó a casa, allí estaba la pareja y él, sin perder tiempo en consideraciones, mandó reunir al tribunal excepcional de los dioses. Las diosas no quisieron saber nada de aquella situación ignominiosa y dejaron que los varones fueran los que vieran y decidieran cómo terminar con aquella embarazosa disputa. Hefesto pedía la disolución del matrimonio y la devolución de lo que había pagado a Zeus por su hija, éste no quería saber nada de repudios y tampoco estaba nada contento con el método público empleado por su yerno; lógicamente, pensaba que las infidelidades se debían discutir dentro del recinto familiar: era él el menos adecuado para hablar ante los demás de esas cuestiones que tantos quebraderos de cabeza le habían proporcionado con Hera y con tantas otras diosas o mortales. 
Mientras tanto, ante la belleza desvelada de Afrodita, los dioses comentaban con ironía la excelente suerte de Ares, a pesar de la impertinente malla, y no faltaban quienes hicieran ostensibles declaraciones de querer estar en su lugar, aunque fueran atrapados de tal guisa. Por fin Poseidón, harto del espectáculo y de lo que estaba oyendo, propuso que Ares restituyese la dote pagada por Hefesto para recuperar su libertad, y en caso de que éste no quisiera hacer honor a la deuda cotraída con su comportamiento, algo que el marido temía, él, Poseidón, estaba dispuesto a suplirle y a casarse con la infiel Afrodita para zanjar el pleito y dejar que las aguas volvieran a su cauce. Naturalmente, Ares no pagó nada por su libertad, y Afrodita, cansada de su acompañante, se decidió a probar nuevas aventuras, ahora que tenía encandilados a buena parte de los que la habían visto en todo su esplendor.


LOS CELOS DE ARES

Mucho tiempo después, cuando ya Afrodita había pasado muchas noches por otros muchos lechos de los cielos y la tierra, Perséfone, dolida a su vez por algo muy grave que Afrodita la había hecho con su adorado Adonis, fue a decirle a Ares que la ligera y casquivana diosa del amor estaba mucho más enamorada del bello y mortal Adonis que de él, soberbio y divino. Los celos se apoderaron de inmediato del terrible Ares y su furia lo arrastró a tomar la forma de un jabalí y, bajo este aspecto, se dirigió al monte Líbano, en donde Adonis estaba cazando, en compañía de Afrodita, ambos totalmente ignorantes del triste fin que Ares iba a dar a sus días de esplendor. A la primera acometida, Adonis fue acribillado por las despiadadas cuchilladas que daban los colmillos terribles del jabalí encelado y su sangre regó los campos del monte, haciendo nacer anémonas tan rojas como ella. Pero Ares no consiguió terminar con el amor entre Afrodita y Adonis, muy al contrario, puesto que la bella y apasionada diosa logró de la compasión de su padre Zeus que el infeliz amante resucitara todos los estíos, dejara las tinieblas del Tártaro y pudiera pasar los seis mejores meses del año, los más cálidos y apetecibles del verano griego, en la amorosa y eterna compañía de Afrodita. Como siempre, Ares terminaba por encontrarse con la adversa fortuna operando en favor de sus rivales, y tenía que volver a comprobar otra vez más que, hiciera lo que hiciera, le tocaba perder en esa y en todas sus demás empresas, corroborando el poco aprecio del Olimpo hacia su figura.


LA PAREJA RECHAZADA

Con esta catadura, no es raro que los distintos moradores de las alturas traten de apartarse también de Ares y su hermana. En cualquiera de las ocasiones en las que los divinos se enfrentan a Ares, los demás compañeros olímpicos se ponen en contra de él. En la única ocasión en la que Ares se somete al tribunal de los pares es porque ha sido acusado por ese mismo tribunal, no porque él quiera llevar sus asuntos a la magistratura divina. Y el desarrollo del juicio es un asunto bastante poco claro. Se trata de contestar a la acusación de asesinato. El muerto era el joven Halirrotio, un impulsivo hijo de Poseidón y la causa de esa muerte estaba en que Halirrotio había violado a Alcípe, hija de Ares y éste no había sino obrado con el derecho que le asistía de vengar por su mano el atentado. La conclusión de la causa abierta contra el violento dios no podía ser otra que terminar por absolver de la acusación de asesinato al inculpado por falta de otras pruebas en contra de su aseveración, ya que el fallecido no podía presentarse a refutar la alegación y ni el padre vengador ni la hija violada iban a contradecirse. El asunto quedó totalmente zanjado con la sentencia absolutoria, y ya nunca más pasó Ares por una corte de justicia olímpica, ni para reclamar derechos ni para buscar compensaciones a daños o lesiones, ya que él no era de los que trataban de buscar arbitraje, sino más bien tratar de imponer siempre -por la fuerza y la violencia- su especial forma de ver la historia, con las armas siempre en primer plano y la muerte ajena como único y gran aliciente de su existencia.


UN REGALO MUY PROPIO DE ARES

Hipodamia era la hija muy querida del rey Enomao de Pisa, en la Elida; la princesa debía de ser atractiva, además de deseable por su alcurnia y posición, puesto que eran muchos los que se arriesgaban a la dura prueba impuesta por el rey para todos los osados que se atrevían a tratar de alcanzar la pretensión de hacerse con ella. El rey Enomao, por alguna razón que no se cuenta, había recibido un obsequio muy especial de su amigo el violento Ares. El regalo era una pareja de caballos imbatibles que el dios le había regalado para que, siempre que os utilizase, el rey saliera vencedor de sus ponentes. Naturalmente, dada la catadura de Ares y sus amigos, no se trataba tan sólo e ganar o perder una carrera ecuestre. Si alto era el premio, la posesión de la princesa, más alto era el precio de la derrota, dotado con la inapelable condena a muerte del desgraciado pretendiente de turno. Como se puede comprobar por el relato, la clase de regalos que hacía Ares llevaba su impronta personal y tampoco los amigos elegidos para tales obsequios eran de los que sentían muchos escrúpulos por las vidas ajenas.


PELOPE E HIPODAMIA

Pero la llegada de Pélope a la Elida vino a terminar la historia de derrotas mortales. Pélope era el hijo de Tántalo, a quien éste intentó ofrecer como manjar insultante a los dioses, hecho por el que Tántalo fue castigado eternamente, mientras que el inocente Pélope era devuelto a la vida por ellos, tras ser recompuesto casi en su totalidad. Tras el incidente, el joven protegido de los dioses llegó hasta las tierras de Enomao y se prendó de la bella Hipodamia. Como era natural, el rey le desafió a la mortal carrera y el joven, sintiéndose acompañado por la buena voluntad divina, aceptó el desafío. Hay quienes dicen que Pélope contaba con unos caballos aún mejores, regalados por Poseidón, y la mejor calidad de los corceles fue la causa exclusiva de su triunfo; hay otros que prefieren la versión del amor de la princesa, y por eso aseguran que fue Hipodamia la que decidió terminar con la saña del rey Enomao, que se negaba a aceptar la posibilidad de ser el suegro, y prefería evitar el lazo político potencial, actuando como un muy celoso padre suyo. Hipodamia, harta de tener que resignarse a ver desaparecer en la fosa a tantos admiradores valientes, sin llegar a disfrutarlos mínimamente, pergeñó una solución definitiva a su problema, haciendo que un soborno llegara a Mirtilo, caballerizo del rey, para que éste atentara contra Enomao, dejando el eje del carro real casi partido por la mitad. La carrera comenzó y el carro real se quedó en la estacada, con ninguna posibilidad de llegar, aunque fuera el último, a cruzar la meta. Para rematar la historia, se cuenta que Pélope dio muerte a Mirtelo, no sin que éste le maldijera antes de morir. Resulta trágico que Mirtelo muriese a manos de quien había ayudado a vivir, a pesar de haber sido él responsable de su triunfo, pero esto se puede interpretar como otro de esos hechos desafortunados que trajeron la desgracia a toda la estirpe de Tántalo y que vienen a justificar aún más el infortunio del clan. Lo que si se puede decir con certeza es que el sanguinario e implacable dios del sufrimiento ajeno, Ares, aunque sólo lo fuera por intermedio del fracaso de su amigo Enomao, también terminó la aventura en una mala situación, puesto que la derrota de ese cómplice era -en buena medida- derrota también propia. Y sin ningún género de dudas, los griegos colocaban el regalo de Ares en un lugar prominente de la leyenda de Hipodamia, para que se pudiera claramente ver la clase de individuo celestial que era el dios propio de las guerras.


EL EMBROLLO DE TROYA

Para empezar, se debe aclarar que Troya existió y que fue tardío su descubrimiento, cuando nadie sospechaba que la historia pudiera tener alguna relación con la mitología. Pero muchos estudiosos, sobre todo tras la verificación de que esa ciudad a orillas del Helesponto existió, han trabajado en el análisis a fondo de los mitos clásicos, para llegar a su esencia, como es el caso del trabajo historiador del propio Robert Graves, uno de los más destacados han coincidido en interpretar toda la mitología básica helenítica como una explicación heredada de la historia no escrita de los diversos pueblos que después darían forma al conjunto griego. Troya era una ciudad próspera y excelentemente situada, un enclave perfecto para el comercio entre los dos lados de la embocadura del Mar Negro, entre Europa y Asia y, también, por la misma causa, un punto estratégico codiciado por las distintas etnias y tribus que querían hacerse con ella. Se han descubierto diez ruinas diferentes de Troya, superpuestas y todas ellas muestras de los conflictos originados por su posesión y control. 
La Troya de la que se nos habla en "La Ilíada" debe ser la que corresponde a la séptima capa de restos. La guerra de Troya que nos cuentan Homero, Esquilo, Eurípides, Apolodoro, Sófocles y, desde Roma, Virgilio, es un hecho cierto, aunque se haya maquillado su aspecto con distintos afeites de ejemplaridad, crueldad, heroicidad o absurdo. Con la séptima destrucción de Troya y la consecución de la hegemonía de Atenas sobre el comercio del Mar Negro, los griegos se aseguraron el poder total sobre su zona de influencia. Fue un acto importante esa guerra y, sin embargo, Ares, dios de la guerra y responsable en buena medida de lo ocurrido, no sale nada bien librado del relato; antes bien, al contrario, la guerra se muestra desde el prisma de su sinrazón, sobre todo en las palabras de Eurípides, que viene a recalcar el monstruoso concepto de la lucha entre los seres humanos, y califica de absurdas e innecesarias las muertes de soldados y civiles, no sólo en el caso troyano, sino en cualesquiera otras guerras que se hayan cono cido o se vayan a conocer en el futuro. También Homero trata, en "La Ilíada", con especial desprecio al nada estimado dios Ares, y no duda ni un segundo en calificarlo como un personaje ignominioso, que desconoce la piedad para los demás, sin ser capaz de atenerse a la misma regla cuando las tornas se vuelven en su contra; para él, Ares no es más que un homicida, el que está bañado en la sangre de sus víctimas, al que todos los hombres dedican sus justificadas maldiciones. Ares es también para Homero un dios cobarde en el combate, incapaz de soportar el terror que sembró en el campo de batalla; un ser innoble, que prefiere la huida a responder del daño causado.


ROMA Y MARTE

En Roma, como antes en Grecia, Marte había comenzado siendo una divinidad campesina. Si en Grecia había sido protector de ganados, en Roma lo era de los cultivos, pero al final, y transformado en señor de la guerra, lo que pueda quedar de Ares griego pierde su carga negativa y pasa a incrustarse dentro de la coraza del venerado dios Marte, como padre de Rómulo y Remo, o como hijo de Juno. Bajo su advocación se construyen las zonas militares, los campos de Marte. Las tropas ya son marciales, como sinónimo de virtud castrense. Las conquistas son la forma apropiada de expandir el imperio y las victorias se celebran para siempre como fundaciones de las nuevas bases de partida para el renovado mundo latino. La de las armas es una de las grandes y nobles carreras de los ciudadanos de Roma, si no la primera, y por ello el gran dios Marte, junto con su imprecisa compañera Belona como conductora de sus carros de guerra (la antigua Enio de los griegos), se convirtieron en divinidades muy positivas y sumamente ejemplares a partir del reinado de Numa Pompilio, cuando el dios le hizo llegar a la tierra su escudo de bronce, como señal de su apoyo en la guerra. El escudo sagrado y otras copias idénticas, para evitar que alguien pudiera robar la pieza divina y terminar con Roma, se custodiaron por los salios, los encargados de mantener el imperio a cubierto de la desgracia. Ahora les acompañaban Pavor, Pallor (la palidez), como antes lo habían hecho Deimos y Fobos en su tierra de origen. También estaban en el cortejo marcial Honos (el honor), Pax, Victoria, Vica Pota (la que arrebata) y Virtus, en una comitiva que describe muy precisamente la perfecta máquina de guerra y de absorción que había montado el imperio, no sólo para adueñarse de nuevas tierras, sino para hacerse res petar y admirar dentro de los territorios conquistados. Aunque Marte es el protagonista, la presencia de la paz hace que la victoria no sea humillante, mientras que la existencia del honor y la virtud vienen a pa liar los dolorosos efectos del botín arrancado a los vencidos. Cuando Virgilio cuenta la guerra de Troya, vuelve a aparecer el magnífico Marte en lugar del poco querido Ares, y su presencia es suficiente para que se haga automáticamente la exaltación de las virtudes militares, de los combates heroicos; nada queda de la postura distanciada y crítica de los autores griegos ante la guerra, ante cualquier guerra de los mortales. La frase latina más reveladora de la necesidad de una clase militar es: "si vis pacem para bellum" (si quieres la paz, prepara la guerra) y ese consejo terminó por ser la médula de toda la política humana hasta nuestros días.


JANO, DISPUESTO A ACABAR LAS GUERRAS

En Roma, Jano ocupaba un puesto muy especial, era la divinidad latina por excelencia, la que se encargaba de comenzar y acabar todas las cosas, hasta las guerras. Jano estaba a cargo de las puertas y su mes era el primero del año. Cuando se iniciaba un conflicto, se abrían las puertas de su templo, del lugar edificado por el mismo Numa Pompilio que recibió el escudo de bronce de Marte, y éstas quedaban así hasta que se hubiera terminado por alcanzar la victoria o en firmar la paz con el enemigo. Jano había ido al campo de batalla con su pueblo y, hasta que estuviera de nuevo en casa, no se le debía cerrar el paso a su morada sagrada. Cuando los sabinos, que querían vengarse a toda costa del rapto de sus mujeres por los romanos, intentaron forzar las puertas de las murallas romanas, Jano, como padre de todo lo que comenzaba en el suelo terrestre, hizo brotar del suelo un manantial poderoso y nauseabundo que alejó a la tropa enemiga.
Aquí, en esta leyenda, se puede comprender mejor que su misión era la de alejar el peligro, no de castigarlo. Los sabinos estaban justamente indignados y Jano se limitó a ponerlos en fuga con uno de sus ardides incruentos. Jano, además, tenía muy peculiar personificación, la de un dios con dos caras sobre una única cabeza. Jano era el dios bifronte, el que mira por nosotros al pasado y al porvenir a un tiempo, para prevenir el futuro y recordar siempre la lección de la historia. Jano era mucho más que la divinidad auxiliar de Marte, era el contrapunto a la insania de la guerra, a la soberbia de los contendientes y de sus altivos generales, por eso sus fieles le pedían que nunca se abriesen las puertas del templo. En tiempos de Augusto, el pacificador, su templo fue restaurado, tal era la importancia que su tarea suponía para la nueva etapa de pacificación de toda la órbita imperial.


ALQUIMISTAS, ASTRONOMOS Y FANTASTICOS

Para los alquimistas, Marte, el planeta rojo que llevaba el nombre del Ares latinizado, era también el símbolo del hierro, por ser el hierro la esencia de las armas de la guerra. Para los astrónomos, el brillante planeta cercano era sólo un misterio más, hasta que Schiaparelli creyó ver, en las borrosas imágenes de su telescopio refractor, canales, lo que se tradujo en obras artificiales que demostraban la existencia de vida inteligente. Lowel, pocos años más tarde, también a finales del portentoso siglo XIX, siguió por la ruta de la visión intencionada y dio aún más datos sobre la civilización marciana. Al final de la intensa serie de creyentes en la nueva vida interplanetaria, los escritores de la naciente y popular ciencia-ficción de nuestro siglo terminaron por establecer en Marte la morada típica de los otros seres pensantes y, claro está, hicieron de ellos unos guerreros del espacio, como los que contaba Rice Borroughs.
Desde allí, desde su base en peligro de extinción por la sequía creciente, acabaron por fijarse en la tierra azul y húmeda y finalmente, nos invadieron con la ayuda de H. G. Wells y, mucho más vívidamente, con la colaboración de la radio, en medio de la más asombrosa sugestión colectiva, a través de las palabras angustiadas y esos efectos sonoros montados por el muy joven Orson Welles, en los Estados Unidos de la segunda preguerra mundial. Después, devaluados por la despiadada y cotidiana realidad de las noticias, nos quedan los "marcianitos", que no son ya más que los divertidos e inofensivos enemigos electrónicos de la máquinas o de los ordenadores domésticos. Ahora el planeta Marte, visitado por máquinas y conocido al menos en su superficie, no es más que un cuerpo celeste frío, azotado por tormentas de arena, seco, rojizo, cercano y visitable sin más problemas que los de organizar económica y adecuadamente el tráfico de pasajeros y mercancías.


MARTE EN EL ARTE

Un dios de la guerra, fuerte y temible, un dios siempre armado y acorazado, siempre poderoso y vencedor, la imagen de Marte es la que se mantiene para la posteridad, una vez que vence la divinidad de Roma en la pugna entre las identidades griega y latina. 
Y vence también la caracterización que formuló Virgilio, la del heroico guerrero, la del celestial defensor de la causa justa y noble, la de quien defiende a ultranza la patria que en él cree y a él y a sus reglas militares respeta. Marte se convirtió en modelo para los hombres de armas y para los monarcas menos luchadores que, sin embargo, sí se vestían de uniforme de gala para acompañar a las tropas en su salida primera de los cuarteles, aunque evitaran acercarse al teatro de la guerra, en donde la misión marcial quedaba en manos de los generales, y en las armas de los oficiales todavía jóvenes y en las vidas de la multitud de soldados sin nombre, que salían de las levas forzosas o del hambre generalizada de la pobreza campesina.
Marte era un dios honrado públicamente y todo lo que con su divinidad y cometido se relacionaba, se exaltaba al máximo. Hasta los mismos manuales escolares de la historia de cada nación no eran más que un glosario de las guerras ganadas o no perdidas, mientras se silenciaban las muchas otras que acabaron peor para las fuerzas nacionales. Hasta hace muy pocos años, los ministerios militares se denominaban "ministerios de la guerra"; en la actualidad, tras la mala conciencia colectiva, los estados modernos han abandonado a Marte y a la guerra, y sólo hablan de defensa, de política defensiva, avergonzados fariseicamente de su poder creciente, aunque sus muchas y distintas armas, conocidas o secretas, sean las más numerosas y las más modernas, Marte ha vuelto a ser, al menos oficialmente, un dios en declive y ya nadie trata de vender la imagen de ese dios de la guerra por encima de todas las cosas. Los tiempos en los que los grandes y medianos reyes y señores se hacían retratar, en coraza y con un campo de batalla como telón de fondo, han acabado.
Ahora el poder militar se conoce y no hace falta -en absoluto- rendir culto al más vergonzoso de los ritos: Marte ha muerto oficialmente, aunque siga vivo oficiosamente. Ahora ya nadie se atreve a levantar una estatua en su honor, aunque se haga desfilar descaradamente a los ejércitos en todo su esplendor de muerte y se haga pública la impresionante panoplia que posibilita la destrucción total y definitiva de nuestro mundo, no una, sino infinidad de veces, desde la tierra, el mar o el aire, con un poder que ni el mismo Ares pudo llegar a soñar para sí.